Libros y gasolina
Por fin estaba entre los coches de gasolina y diesel, los de toda la vida. Mi pequeño stand se hallaba situado entre las marcas Fiat y Renault. Qué de recuerdos vinieron a mi mente. El cuatro latas de color verde claro que, al coger una curva, se le abría la puerta. Pura adrenalina. Otros tiempos.
No tardó mucho en llegar el ejecutivo de turno. Le tiraba así un aire a nuestro presidente, el Sánchez.
—¿Libros?—dijo con una voz profunda y subyugante—. No sé si ha dado cuenta de que ésta es una feria de automóviles.
—Naturalmente, y por eso estoy aquí—repuse.
—Creo que no la entiendo.
—Pues yo se explico en menos que arranca un bemeuve. Verá, mi novela es una reivindicación de los automóviles de gasolina, de los de toda la vida. En uno de esos coches, mi protagonista se va con su novio, aunque ella no sabe que es su novio, en busca de una misteriosa lista con seis nombres de otros tantos desconocidos..
—Y eso tiene que ver...
—Claro que tiene que ver, acaballero. Nos están metiendo los eléctricos por los ojos a un precio que casi nadie puede pagar. Es por el planeta, es por el planeta — chillé—, pero nadie prohíbe los grandes cruceros que atracan en nuestro puerto. ¿Entiende? ¿Acaso el peón de albañil se puede comprar un eléctrico? ¿Acaso un reponedor de supermercado puede hacerlo? No podemos permanecer callados más tiempo —estaba salida de madre—. Hay que pasar a la acción.
La gente se había arremolinado en torno a mí. Un joven comenzó a aplaudir. Yo estaba en la gloria bendita. Otro joven comenzó a gritar:
—Tiene razón la señora. La opresión del capitalismo se disfraza ahora de ecologismo. Van a salvar el planeta y van a matarnos as todos.
Una vez más, aquello se me estaba yendo de las manos.
El joven siguió gritando. Tenía un aspecto encantador.
—Vamos. No aguantemos más. Destrocemos esos monstruos eléctricos que nos discriminan y nos lanzan hacia un futuro incierto.¡A la carga!
Y allá que se fueron todos, como una manada de búfalos salvajes dispuestos a pisotear cuanto se pusiera a tiro.
El ejecutivo me miró.
—Mire lo que ha hecho con su arenga.
—Usted no me ha visto ni me ha escuchado—susurré.
Le regalé el libro y salí pitando de la feria. Los gritos y los golpes podían escucharse desde la parada del tranvía. Respiré hondo. Hacía calor. Olía a jazmín y a tubo de escape.