Qué barbaridad. Tengo un nuevo amigo. Se llama Polifilo. Lo he conocido en la última feria a la que he asistido y reconozco que fue amor a primera vista. Y aquí lo tengo, a mi vera, mirando cómo escribo estas líneas entre jazmines abandonados.
El caso es que el pasado mes de octubre acudí a otra feria. Tengo que vender mis libros como sea. Están cogiendo polvo y amarilleando sus páginas. El tiempo siempre acaba siendo un pequeño y silencioso enemigo. Le feria en cuestión era la feria del burro, en San Viterino de Arriba. Al principio no tenía muy claro si ir o no ir, porque burros lo que se dice burros en mi novela no salen. Ni caballos, ni perros ni gatos, y esto último es realmente raro. El que me conoce me entiende. Soy gatuna hasta la médula.
Y hasta allí me fui, como tantas otras veces, cargada con mis libros y mis ilusiones. Eso sí, me puse una tirita fluorescente en el dedo por si, en una de aquellas, me caía al río Tajo.
Qué bellos son los burros, qué mirada tan tierna, qué orejas tan grandes. No puedo comprender cómo los egipcios y los romanos les tenían tanta tirria y de qué forma se ha asociado el burro a la falta de conocimientos, a la más profunda ignorancia.
Pero vayamos al grano. Cómo siempre, no tardó en acercarse alguien a mi pequeño stand.
—¿Libros en una feria dedicada a los burros?
— Pues ya ve usted.
El hombre era enorme, tenía una voz ronca, ojos saltones y una panza tensa y respetable.
—¿Sale algún burro en su libro?
—Debería—dije en un susurro—,y le aseguro que en mi próximo libro saldrá uno.
—¿Como en Platero y yo?
—Un libro inmenso ¿Lo ha leído?
—Hace siglos, en el colegio, y recuerdo que iba de un burro.
—Usted lo ha dicho, aunque el caso es que yo no tengo burro. Y debería. ¿Sabe usted que en la Babilonia del siglo III antes de Cristo eran considerados animales sagrados?
—Nunca lo había oído.
Ni yo tampoco—pensé.
—Y qué en la época de Nicodemo el regio tener un burro era señal de pertenecer a una familia de alta alcurnia?—Seguí mintiendo
—No me diga.
—Le digo más. La salida del arca de Noé se tuvo que retrasar porque la pareja de burros no quería subir a bordo.
—Eso sí lo creo. Son muy suyos estos animalitos.
Me estaba entusiasmando en mi propio caldo de mentiras.
—¡Cómo me gustaría tener un burro!
—Deseo cumplido.
—¿Cómo?
—He traído diez hermosos ejemplares a la feria y he vendido nueve. Unas joyas peludas. Pero mire ese, ahí lo tiene. Ese no lo quiere nadie.Está cegato y artrósico y no lo voy a poder vender. Así que si nadie lo demanda, lo llevó al sacrificio.
Me quedé muda. Cegato y artrósico, como yo misma. Miré al animal y él me miro a mi, como implorando. Hablé sin pensar.
—Se lo cambio por diez libros.
—Y para qué quiero yo tantos libros? Con cinco me apaño. Para la suegra y sus amigas de partida. ¿De verdad quiere el burro?
Recordé: Platero es un burro pequeño, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón.
—Me lo llevo, dije resuelta.
—Tengo un paisano que se lo puede llevar donde usted diga.
—Hecho.
Aquella noche, en el hostal del pueblo, apenas pude dormir. La emoción me embargaba. Había cambiado cinco libros por un burro artrósico. Tendría que mudarme a la caseta del pueblo. Allí tenía un pequeño jardín de jazmines abandonados. Mis hijos Iban a pensar que me había vuelto loca.
Yo ya lo estaba pensando.