miércoles, 23 de noviembre de 2022

Libros y la feria de los burros


Qué barbaridad. Tengo un nuevo amigo. Se llama Polifilo. Lo he conocido en la última feria a la que he asistido y reconozco que fue amor a primera vista. Y aquí lo tengo, a mi vera, mirando cómo escribo estas líneas entre jazmines abandonados. 

El caso es que el pasado mes de octubre acudí a otra feria. Tengo que vender mis libros como sea. Están cogiendo polvo y amarilleando sus páginas. El tiempo siempre acaba siendo un pequeño y silencioso enemigo. Le feria en cuestión era la feria del burro, en San Viterino de Arriba.  Al principio no tenía muy claro si ir o no ir, porque burros lo que se  dice burros en mi novela no salen. Ni caballos, ni perros ni gatos, y esto último es realmente raro.  El que me conoce me entiende. Soy gatuna hasta la médula. 

Y hasta allí me fui, como tantas otras veces, cargada con mis libros y mis ilusiones. Eso sí, me puse una tirita fluorescente en el dedo por si, en una de aquellas, me caía al río Tajo. 

Qué bellos son los burros, qué mirada tan tierna, qué orejas tan grandes. No puedo comprender cómo los egipcios y los romanos les tenían tanta tirria y de qué forma se ha asociado el burro a la falta de conocimientos, a la más profunda ignorancia. 

Pero vayamos al grano.  Cómo siempre, no tardó en acercarse alguien a mi pequeño stand. 

—¿Libros en una feria dedicada a los burros? 

— Pues ya ve usted. 

El hombre era enorme, tenía una voz ronca, ojos saltones y una panza tensa y respetable.

—¿Sale algún burro en su libro?

—Debería—dije en un susurro—,y le aseguro que en mi próximo libro saldrá uno. 

—¿Como en Platero y yo? 

—Un libro inmenso ¿Lo ha leído? 

—Hace siglos,  en el colegio, y recuerdo que iba de un burro. 

—Usted lo ha dicho, aunque el  caso es que  yo no tengo burro. Y debería. ¿Sabe usted que en la Babilonia del siglo III antes de Cristo eran considerados animales sagrados?

—Nunca lo había oído.

Ni yo tampoco—pensé. 

—Y qué en la época de Nicodemo el regio tener un burro era señal de pertenecer a una familia de alta alcurnia?—Seguí mintiendo

—No me diga.

—Le digo más. La salida del arca de Noé se tuvo que retrasar porque la pareja de burros no quería subir a bordo.   

—Eso sí lo creo. Son muy suyos estos animalitos. 

Me estaba entusiasmando en mi propio caldo de mentiras.

—¡Cómo me gustaría tener un burro!

—Deseo cumplido. 

—¿Cómo?

—He traído diez hermosos ejemplares a la feria y he vendido nueve. Unas joyas peludas. Pero mire ese, ahí lo tiene. Ese no lo quiere nadie.Está cegato y artrósico y no lo voy a poder vender. Así que si nadie lo demanda,  lo llevó al sacrificio.

Me quedé muda. Cegato y artrósico, como yo misma. Miré al animal y él me miro a mi, como implorando. Hablé sin pensar. 

—Se lo cambio por diez libros. 

—Y para qué quiero yo tantos libros? Con cinco me apaño. Para la suegra y sus amigas de partida. ¿De verdad  quiere el burro? 

Recordé: Platero es un burro pequeño, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón. 

—Me lo llevo, dije resuelta. 

—Tengo un paisano que se lo puede llevar donde usted diga. 

—Hecho. 

Aquella noche, en el hostal del pueblo, apenas pude dormir. La emoción me embargaba.  Había cambiado cinco libros por un burro artrósico. Tendría que mudarme a la caseta del pueblo. Allí tenía un pequeño jardín de jazmines abandonados. Mis hijos Iban a pensar que me había vuelto loca. 

Yo ya lo estaba pensando. 














martes, 15 de noviembre de 2022

Feria de la tirita (II parte)

 

Con la tirita fluorescente pegada en la frente, me fui a la sección de apósitos opiáceos para tratar de vender algún libro más. La cesta de la compra ha subido de forma desorbitada y abusiva y hay que sacar dinero de debajo de las piedras, o de la venta de libros, que viene a ser lo mismo. 

Planté mi pequeño stand entre el de marihuana terapéutica y el de apósitos opiáceos. Un lugar estratégico que supuse me traería grandes ventas. 

Como suele ocurrir, no tardó en acercarse el tunante de turno. Tenía la tez pálida, las ojeras violáceas y las pupilas salvajemente dilatadas. 

—¿Libros, señora? Esta es una Feria de drogas terapéuticas y afines. 

Debía atacar de frente.

—¿Y qué mejor droga que un libro, caballero?—dije levantado la cabeza como un pavo real—. Historias que nos apartan de nuestra rutina cotidiana, nos hacen olvidar nuestra mísera vida y nos trasladan a mundos fascinantes y desconocidos. 

—Mi vida no es mísera, señora.  Soy un hombre de éxito. 

Observé sus manos y su cuello llenos de parches de opio. 

—¿Y por qué lleva usted tantos parches? ¿Acaso ha tenido un accidente? ¿Tiene artritis, artrosis, deudas, cualquier otra  cosa que duela?

El hombre pareció dudar 

—No, nada de eso. Tengo un problema con mi perro.

—Cuénteme.

— Es que mi perro me muerde.

—Caray, ¿qué es, un pastor alemán, un rotveiller? 

—Un caniche. 

No pude evitar soltar una carcajada. 

—¡Joder con el caniche!—exclamé. 

El hombre se acercó aún más y en un susurro me dijo:

—Yo hago que me muerda ¿sabe? Estos apósitos dan una gran sensación de calma y bienestar. Así cuando mi santa esposa me pregunta porqué llevo tantos apósitos le digo que me ha mordido el perro. 

—¿Y se lo cree?

El hombre afirmó con la cabeza.

—¿Y no se ha planteado usted nunca que pueda estar bastante enganchadillo?

—Cómo el atún al anzuelo, como el remolque al camión, como el pendiente a la oreja, como el...

—Vale ya, lo entiendo.

—Pues ya ve, una desgracia. El perro no quiere ya morderme. Huye cuando me ve. 

Tomé mi libro y se lo entregué.

—Se lo regalo —le dije—. Aquí hay amor, renuncia, traición, amistad, sacrificio, misterio. Vamos, lo que es la vida. Vuelva a su casa y acaricie a su pequeño perro y deje esos apósitos para los que realmente lo necesitan.

—Igual tiene usted razón. Estoy más mordido que una costilla adobada. 

—La tengo, sin duda alguna. Y me voy ya de aquí  que el humo de la marihuana está empezando a colocarme, de lo contrario no le habría regalado el libro. 

Y mientras hacía mutis por el foro vi que el hombre se iba despegando los apósitos, uno tras otro,con delicadeza, como si hubiera decidido dejar toda una vida atrás  y permitir que su pequeño caniche le lamiera las heridas. 

Incluso las del alma. 



martes, 8 de noviembre de 2022

Feria de la tirita y del apósito opiáceo


 Mi presencia en la Feria del Automóvil causó una revolución. Miles de personas se manifestaron por las calles de la ciudad reivindicando el coche de combustión y acusando al coche eléctrico de clasista y exclusivo. En esas estábamos cuando vi en Facebook el anuncio de una feria que podía ser interesante: la feria de la tirita y el apósito opiáceo. 

—¿Dónde se celebra?— Me pregunto mi hija siempre preocupada por saber en qué tugurios me metía. 

—En Colgados de Arriba, en la provincia de Madrid. 

— ¿Quieres que te acompañe?

—No, hija —le dije—, mantén a salvo tu dignidad mientras puedas y no te preocupes por mí.  Y hacia allí me fui cargada de ilusiones e incertidumbre. Colgados de Arriba estaba a unos tres kilómetros de Colgados de Abajo, y entre ellos se extendía una vasta llanura, un río serpenteante y una enemistad que se remontaba a miles de años atrás. 

La Feria se encontraba en medio de la nada, en medio de un árido descampado nada alentador. Mi stand era muy sencillo, una especie de paraeta  con un toldillo color butano y situada entre el stand de tiritas fluorescentes y el de apósitos con sabor a arándanos. No tardó de acercarse el vecino feriante. 

—¿ Libros? ¿Vende usted libros?

—Como usted puede ver. 

—Pero ésta es una feria farmacéutica, más o menos.

—Soy consciente de ello. Pero...Cuénteme de su producto— le dije mientras él ojeaba uno de mis ejemplares. 

—Verá, estamos comercializando unas tiritas que no se le despegarán jamás de la piel. Ya puede tratarse de una herida o de un molesto juanete. ¿En su libro hay heridos? 

Ni uno, pensé, pero mentí. 

—Imagínese que sale hasta la Gestapo, cómo no va a haber heridos. 

—Deme cuatro, uno para mi esposa, otro para mi primo, otro para mi suegra y otro para mi... Bueno, cuatro. 

Le empaqueté los cuatro volúmenes y se los entregué.

 —Pues hablando de mi producto —dijo el hombre—, Imagínese ahora usted que se va a las Cataratas del Niágara y se cae de cabeza al agua. Si lleva puesta una de nuestras tiritas, no le pasaría nada. 

—Hombre, me ahogaría, además de descalabrarme un poco.  

—Eso sí, es muy probable. Pero al contacto con el agua nuestras tiritas se vuelven fluorescentes, lo cual significa que los equipos de rescate no tardarían nada en encontrar su cadáver. ¿No me diga que no es una ventaja? 

—Hombre, visto así...

—Lo es. O, por ejemplo, la asaltan a usted y la dejan tirada en un descampado. Al caer la noche la tirita cobraría luz propia y no tardarían en encontrarla, viva o muerta.

Todo aquello me estaba pareciendo un poco siniestro, así que intente zanjar el asunto. 

 —Le compro diez tiritas rigor mortis ya que usted me ha comprado cuatro libros. 

—Hecho. Y si escribe usted otro libro no olvide incluirlas en su argumento. ¿Se imagina Una mano cadavérica saliendo de la tierra con una tirita en el dedo? 

Era demasiado imaginar. En cuanto el vecino tiritero se despistó,  guardé el dinero, recogí mi stand y salí de allí como alma que lleva el diablo. Necesitaba darme una vuelta por el departamento de apósitos opiaceos. Un poco de calma no me vendría mal.  No penséis mal. Con la valeriana me conformo.