lunes, 30 de marzo de 2015

Tiempo de juegos




No había llovido durante los últimos meses, pero aquella noche el cielo había sido generoso y el agua había caído a cántaros. Los dos niños se habían sentado junto a su abuelo que dormía relajadamente en su viejo sillón de mimbre.
-Abuelo -dijo el menor de los dos tirándole de la manga-, el río viene con crecida.
-Eso es estupendo -contestó el abuelo mientras se despertaba del todo-. Hacía tiempo que no venía riada.
-Abuelo, ¿tu de pequeño ibas al río cuando traía agua?
El abuelo buscó mejor acomodo en el sillón y se desperezó. Estaba claro que no podía seguir dormitando. 
- Pues claro -dijo-. Siempre ha sido una novedad que el río traiga agua. 
El hermano pequeño le miró con curiosidad desde sus ojos grises. 
- ¿Y que hacías para ir al río?
El abuelo le miró atónito.
-¿Y que iba a hacer? Buscaba a  los amigos y nos íbamos con las bicis, igual que hacéis vosotros.
Se quedó un instante en silencio.
-Bueno, igual que vosotros no -rectificó-. Nosotros íbamos sin casco, sin rodilleras, sin frenos e  incluso algunos, sin pedales.
El hermano pequeño puso cara de terror.
-¿Y eso no era peligroso, abuelo?
El hombre se encogió de hombros.
-Bueno ¿y qué  te podías hacer, una rozadura, un corte? Un poco de mercromina y otra vez a jugar.
La mercromina lo curaba todo, supongo. En las heridas se formaba una costra que, al caerse, te dejaba la piel rosa como la de un bebé...  Pero ¿cuál es el problemas chavales?
- Queremos ir al río y meter los pies en el agua, y tirar piedras...
-Pues venga ¿a que esperáis?
-No nos dejan y además como llevamos esto... - afirmó al tiempo que se señalaba el brazo-. 
El abuelo bajó la voz.
-Tengo una idea pero es un poco arriesgada de poner en práctica
-¿Qué idea?
El abuelo negó con la cabeza.
-No he dicho nada. Olvidadlo.
-Por favor -rogó el mas pequeño-.
El hombre cerró los ojos abrazados de profundas arrugas. Recordó los campos sembrados de vid, su bici, una Orbea de color verde heredada de tres hermanos, el agua del río turbulenta y fría, los gritos de sus amigos chapoteando aquí y allá, el día en el que Josemarieta se dio un resbalón en el lodo y se abrió una ceja...
- Abuelo, dinos tu idea.
El abuelo les miró primero uno y después al otro. Había tanta ilusión en aquellas miradas inocentes.
-Venid aquí -dijo bajando la voz-, pero como digáis algo de esto os corto las orejas.
Los tres se hicieron una piña y durante unos minutos solo pudieron escucharse susurros y risas nerviosas.
Media hora después los dos hermanos cogían el camino del río montados sobre sus bicis. A derecha e izquierda del camino crecía el trigo amarillo, vacilante con las ráfagas de viento.
Llevaban puestos sus cascos reglamentario, las luces de posición, los chalecos reflectantes. El riesgo era una palabra borrada del diccionario.
-Ahí hay una caseta, vamos -ordenó el hermano mayor-. ¿Tienes miedo?
-No -contestó el pequeño-, pero su voz trémula delataba que mentía.
Se quitaron las mochilas y las dejaron en el suelo. Sus miradas brillaban como si tuvieran fiebre.
-¿Dónde esta el tuyo?
- En el brazo.
- El mío también.
- Toma, ponte agua oxigenada. Será un momento.
- La sangre me marea.
- Pues no mires.
El hermano mayor sacó la navaja de la mochila e hizo una pequeña incisión en el brazo de su hermano. Este apenas pronunció un uy ahogado por el pudor. 
- ¿Te he hecho daño? 
- Da lo mismo. Vale la pena. 
El hermano mayor se hizo a sí mismo otra incisión en el antebrazo. Después, se miraron satisfechos. 
- ¿Vamos al río?
- Vamos. 

El abuelo se había quedado dormido en el sillón de mimbre, medio al sol, medio a la sombra. La tarde era plácida, suave como las alas de una mariposa, placidez que quedó destrozada cuando ella, su hija, se plantó frente a él. 
- ¿Has visto a los niños?
- Por ahí iban. 
- Te he visto hablando con ellos a través de la ventana. ¿Qué tramaban?
- Nada, que yo sepa. 
La mujer andaba nerviosa de un lado para otro. 
- Los localizadores no responden. Es como si no los llevaran puestos.
- Como no los van a llevar puestos -repuso el anciano-, si los llevan bajo la piel, como los perros.
- No hables así. Es por su seguridad.
- No te preocupes tanto, hija. Volverán pronto. 
La mirada de ella fue de fuego. 
- Estoy segura de que has tenido algo que ver con esto. 

Tiraron las bicicletas sobre un ribazo y se quitaron los zapatos y los calcetines. Sus ojos brillaban como esmeraldas al mediodía. Chapotearon, lanzaron piedras al agua, se pusieron de barro hasta las orejas. Jugaron con la tierra, lucharon con cañas de bambú, treparon a los árboles, escalaron muros, robaron peras limoneras. Nunca habían disfrutado tanto. 

El atardecer cayó de repente, como el telón de un teatro. Entre nubes rojizas y anaranjadas, el sol se fue a iluminar otras realidades. Los dos montaron sobre sus bicis y regresaron a casa. Pedaleaban en silencio. Sabían que la bronca caería sin remedio. Habían desafiado las normas en un mundo en que éstas habían triunfado sobre la vida. La libertad tenía sus riesgos y los riesgos eran sencillamente indeseables.
Su madre los esperaba en la puerta de la casa con el gesto torcido y los brazos cruzados bajo el pecho.
- ¿Dónde estabais?
- En el río - dijo el más pequeño de los hermanos-.
- ¿Y vuestros localizadores?
El hermano mayor miró el sillón de mimbre vacío.
- ¿Y el abuelo? - preguntó a su vez-.
- Contéstame.
- Contéstame tu.
- Serás...
- Lo habéis devuelto a la residencia ¿no?
La voz de la madre sonó nerviosa.
- Eso son cosas de las personas mayores. 
El hermano mayor se adelantó. Tenía la cara roja de rabia.
- Hemos estado en el río, mamá, nos hemos manchado de barro, hemos tirado piedras, nos hemos cortado con una caña, hemos robado peras...
- ¡Callad de una vez y pasad dentro!
- ¿Y el abuelo?
La mujer adelantó la barbilla y apretó las uñas sobre sus propios brazos cruzados.
- Está en la residencia.  Ahora mismo es un peligro para vosotros. Ya lo entenderéis algún día.


La tarde caía rápidamente como una fruta madura. Las nubes rojizas se habían vuelto azulonas y grises. Los dos hermanos se montaron en sus bicis y pedalearon camino abajo.  Hasta el anochecer, aún quedaba tiempo para jugar. 


martes, 24 de marzo de 2015

Terroristas de la palabra



No quería escribir sobre este tema pero mis dedos van solos sobre el teclado. Estoy indignada, cabreada, asqueada. Como supongo que sabréis, esta mañana ha tenido lugar un trágico suceso, un avión que había partido desde Barcelona con destino a Dusseldorf, se ha estrellado en los Alpes franceses. 150 victimas. Alemanes, españoles y turcos. Entre ellos, dieciséis adolescentes y dos bebés. Hasta aquí la terrible noticia. 
Algunas cadenas de televisión, entre ellas Antena 3 y Telecinco, han suprimido, en el primer caso, o retrasado, en el  segundo, sus programas habituales para poder dar una información precisa y puntual sobre la tragedia aérea.  Y ante este hecho, algunos hijos de la gran puta han hecho en las redes sociales los comentarios, entre otros, que a continuación transcribo: 
"Me parece fatal que no pongan el programa hombres mujeres y vicev... No es mi culpa que sean tontos y se estrellen". 
Otra perla:
"Espero que el avión ese se haya llevado por delante a unos cuantos franceses". 
Otra: 
"A ver, no hagamos un drama, que en el avión iban catalanes, no personas". 
Y la última, porque ya me esta entrando angustia. 
"Que pongan el programa de mujeres y hombres. Lo de ese avión no me importa nada". 
Dicen los profesionales de la escritura que el uso y abuso de los adjetivos en textos literarios es muy peligroso. Pero como éste no es un texto literario y yo escribo como me viene en gana, voy a dedicar a esos estúpidos "comentaristas" unos cuantos adjetivos que les vienen que ni "pintaos". Simplemente deciros que sois crueles, miserables, insensibles, torpes, delincuentes, cromañones, terroristas de la palabra, perversos, canallas e imbéciles.
No creo que valga la pena perder más el tiempo con esa gentuza que ha inundado las redes sociales de mierda. Allá ellos y su conciencia si es que la tienen. 

viernes, 13 de marzo de 2015

Tarde del viernes pasado.



Es viernes. Vuelvo de trabajar y estoy derrotada. Son pasadas las nueve y ya han encendido la iluminación de fallas. Atravieso el descampado que me separa de mi casa por puro placer. Lo cierto es que podría hacer el camino por una calle en condiciones y bien iluminada. Pero, desconozco el por qué, prefiero regodearme en mi desaliento, pasear mi lasitud sobre la tierra baldía. Me gusta ir esquivando guijarros y deposiciones perrunas a la luz intensa de una luna, que de llena, espanta.  Cuando llego a la calle, me sorprendo al ver las terrazas llenas de gente tomando cerveza y patatas bravas. Yo sigo caminando a buen ritmo a pesar de mi cansancio. Sospecho que en casa no me espera nadie. Mi hija tenía una reunión de antiguos alumnos y mi hijo se ha ido a cenar con una amiga. Pero me equivoco. Tito, mi gato, me espera tras la puerta con ojos ansiosos. A mis gatos no les gusta estar solos. Probablemente se sientan abandonados, olvidados para siempre, como  mis jazmines. Pero sin duda ellos también se equivocan. Me quito los zapatos con la misma rabia que si fueran aparatos de tortura y me siento frente al ordenador. Quiero saber de vosotros aunque mis ojos estén cansados y mis juanetes enrojecidos. Vaya, Toro salvaje ha tirado un poema por la ventana y casi le da a una de las musas que, previamente, había abandonado. Ester nos habla hoy de las clases de inteligencia, y mira que hay. Yo creo que sólo tengo esa que se relaciona con el sexto sentido, pero del que no ve muertos, por ahora. Ana Bohemia nos conduce a la historia de las velas, esas que quisimos encender junto a la chimenea antes de que se nos quemará el sofá y el abriguito azul de la niña. Y de su mano encuentro a su gemela. Creía que era una fantasía o una conspiración de las muchas que pululan por ahí. Pero no, la gemela de Ana existe y tiene  un bonito blog. De ahí, y de la mano de un Calado, Emilio, me interno en el barrio del Carmen y descubro un grafitti en ciernes que promete ser una obra de arte. 
Vaya. Cómo ha pasado el tiempo. Son ya las diez y media pasadas. Recorro los canales de la tele pero no veo nada por lo que valga la pena perder el tiempo. Es entonces cuando recuerdo que en la nevera me aguarda un exquisito plato precocinado de mercadona, de esos que abaratan porque están a punto de palmar. Compruebo que la cerveza está muy fría y caliento el pulpo a la gallega. Descubro, una vez más, que la felicidad está pegada cual moco a las cosas pequeñas, a esas que no solemos dar importancia, a las que sólo echamos de menos cuando dejamos de tenerlas. Miro por la ventana. La luna está inmensa, yo diría que incluso más grande que otras veces. Se escuchan petardos, uno cada segundo, más o menos. Pólvora para la paz -pienso-, y pienso también que así debiera ser toda ella. Mientras el pulpo se calienta en la sartén - el microondas también se rompió en aquella semana trágica de la que ya os hablé-, vuelvo a asomarme a la ventana. Escucho gritos en la calle. Suenan ahogados, débiles, como de alguien que ya no puede más. Entre dos coches aparcados descubro una figura vestida con una túnica blanca. Su rostro también tiene la lividez de lo terminal. Me mira y me sobrecojo. Lleva algo en la mano y me lo ofrece. Desde mi sexto piso es difícil saber que es, así que cojo los prismáticos y vuelvo a miar con atención. Es un poema escrito en un papel arrugado. ¡Dios!- exclamo en voz alta-. Es la musa que Toro salvaje abandonó y lleva en la mano el poema que tiró por la ventana. Ansiosa, nerviosa, excitada, salgo corriendo hacia la calle. Pero antes cojo un trozo de torta de calabaza y lo envuelvo en papel albal. Esa pobre musa abandonada debe estar muerta de hambre. ¿O será que las musas no comen?