Llovía a cántaros y unas nubes oscuras y deshilachadas cubrían la ciudad. La niña daba saltitos por el vestíbulo, como una alocada rana adolescente.
—¡Aitana!—gritó su madre desde la cocina—, coge la mochila y vete al colegio de una vez. Tienes el almuerzo en la encimera.
Pero la niña no contestó. Correteaba por la escalera, simulaba jugar al sambori sobre las baldosas del recibidor.
A principios de curso, la tutora había convocado a padres y madres en el colegio para decirles que, a partir de los nueve años, podían ir solos a clase. Según ella, de esa forma se reafirmaba su seguridad e independencia.
—¡Aitana!—volvió a gritar—. Te vas a encontrar la puerta del colegio cerrada a cal y canto.
Al final la niña salió con igual ligereza del ave que escapa por una ventana. No había cogido ni la mochila ni el almuerzo.
—¡Por Dios!—exclamó la madre al verlo.
A sus espaldas se abrió una puerta. Era su marido, con el pelo alborotado y los ojos legañosos.
—¿Pero qué pasa? He oído gritos.
—Pues lo de siempre. Aitana ha vuelto a dejarse la mochila y el almuerzo. Ni siquiera ha cogido el paraguas con la que está cayendo.
El hombre cogió a su mujer de la cintura y la llevó de nuevo a la cocina.
—No te preocupes. Sabes que no se mojará. Y sabes también que no necesita almuerzo.
La mujer palideció.
—No vuelvas a decirlo —rogó.
—Pero tienes que escucharlo. Aitana murió hace ya cuatro meses y...
—No, no...-susurró ella mientras le daba la espalda.
—Tienes que aceptarlo. El psiquiatra ya nos dijo que es cuestión de tiempo que dejes de tener esas alucinaciones. Todo pasará —añadió abrazándola.
—La tutora —balbuceó ella— estaba equivocada. Aquel día, aquel hombre... El dolor no pasará nunca.
El hombre sabía que ella tenía razón, pero no dijo nada, solo la abrazó con más fuerza.
Mientras tanto, en la calle una niña corría bajo la lluvia, saltando de charco en charco, como una alocada rana adolescente. Una niña sin mochila, sin almuerzo y sin miedo.