El hombre leía ávidamente el periódico mientras se rascaba la cabeza con deleite. En la calle reinaba un silencio amenazante y extraño. Hasta se podía escuchar el piar de los pájaros.
—¡Te lo dije, te lo dije!—exclamó mirando a su mujer que tejía junto a la ventana entreabierta.
—¿Qué me dijiste?
—Mira lo que dice el periódico.
—¿Qué dice?
—Que japón está preparando un protocolo para un posible ataque extraterrestre.
La mujer dejó con delicadeza su labor en el costurero mientras de sus labios salía un disimulado suspiro.
—Venga ya —dijo—. ¿Es que acaso es hoy el día de los inocentes? Yo creo que estamos en mayo, pero no me hagas mucho caso.
—Que no va de broma, Carmen, que aquí lo dice bien clarito. ¿Es que no lo ves?
—¿Qué tengo que ver?
—Escucha, primero nos atacan con el virus, un virus muy peligroso que nadie conocía hasta ahora. Nos asustan, nos encierran en casa y luego nos invaden. Yo lo veo clarísimo. Es una estrategia de libro.
La mujer suspiró de nuevo. Parecía muy cansada.
—Desde aquella noche no eres el mismo, Juan. Tendrías que ir a ver al médico.Si a ti te da cosa, yo llamo.
—¿Y que me tomen por loco? ¿ Quieres que me tomen por un pirado y me encierren quien sabe dónde? Para eso no voy.
—Cada día dices más tonterías. Estoy empezando a preocuparme.
—Pues preocupate, y mucho. Porque cuando salgamos a la calle no sabemos a quien nos vamos a encontrar detrás de las mascarillas.
—Por favor...
Había pasado ya una semana desde el suceso, pero desde entonces se había trastornado. Juan había salido a tirar la basura, pero como necesitaba dar un paseo porque los nervios se lo estaban comiendo vivo, decidió ir al contenedor de la avenida, a casi un kilómetro de su casa. El aire de la noche era puro, olía bien. La primavera había traído perfumes dulces, brisas suaves y pequeñas y jóvenes flores. Un hombre caminaba delante de él, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de una cazadora de cuero. De repente, el hombre tropezó y cayó al suelo. Juan se precipitó para ayudarle, pero el hombre, malcarado, blanquecino, lo apartó con el brazo. Se había hecho un corte en la mano, y de la herida salía un liquido viscoso verde. Juan se echó hacia atrás y volvió a casa a buen paso. Nada más llegar le contó a su mujer lo que había visto: un hombre se había herido en la mano y de la herida no manaba sangre roja, como era lo normal, sino un repugnante líquido verde. Desde entonces no había salido de su cuarto. Pegado al ordenador buscaba artículos de avistamientos ovnis, textos conspiranoicos, teorías sobre vida extraterrestre.
—Me voy a hablar con el delegado del gobierno o con quien sea que quiera escucharme.—le dijo aquella mañana muy decidido a su mujer.
—Te van a encerrar, Juan. El maldito confinamiento te está sentando como un tiro. Creíste que viste lo que no viste.
—Mañana voy. Ya no espero más.
Y fué. Sudaba a mares bajo la mascarilla. En el palacio que albergaba la delegación le preguntaron si tenía cita y él contesto que no, pero que se trataba de un asunto muy importante, de interés nacional—dijo.
Tuvo que esperar casi una hora. Le sudaban las manos y se le empañaban las gafas por culpa de la mascarilla. El conserje le miraba con desconfianza. Por un instante, Juan temió que acabara llamando a la seguridad privada. Al fin le dijo:
—Puede subir. Primer piso, la puerta del fondo del pasillo.
Cuando llegó, a Juan le faltaba el aire, no por el esfuerzo sino por lo propios nervios.
—¿Y bien? — dijo aquel hombre de mirada serena y gesto confiado—. ¿Qué es eso tan urgente?
Y Juan se lo contó todo, atropelladamente, sin dejarse detalle alguno, lo del hombre, lo de la caída, lo de aquel líquido viscoso que salía de su herida, lo del protocolo japonés, todo.
—Creo que nos van a atacar los extraterrestres—dijo al fin.
El hombre de mirada serena endureció su gesto.
—¿Y para eso me hace usted perder el tiempo?
—¡Estoy seguro! Están entre nosotros. primero nos mandan el virus y luego nos invaden. ¡Es de libro de primaria!
El hombre cruzó las manos sobre la mesa.
—A ver... ¿Cómo se llama usted?
—Juan, para servirle.
—Pues mire Juan, esta situación tan inesperada como extraordinaria nos ha sobrepasado a todos. Estamos confundidos y nerviosos. Hasta yo he creído tener todos los síntomas del coronavirus. Es normal que nos pongamos nerviosos y nos preocupemos. Si lo que usted dice fuera cierto, los servicios de inteligencia de todo el mundo ya lo sabrían y estaríamos avisados.
—Pero entonces...
—La imaginación aunada con el miedo juega muy malas pasadas y nos hace ver lo que realmente no existe. No se preocupe, vuelva a su casa, tómese una tila caliente y descanse.
Juan salió del despacho enfadado y triste. Ni siquiera le habían tomado por un loco, sino más bien por un tonto del culo, un miedoso, un hombre sin coraje al borde de los nervios.
Pero en cuanto Juan salió del edificio, el hombre cogió el teléfono y marcó un número. Su mirada se había vuelto de hielo.
—¿Carmen? Tu marido acaba de salir de mi despacho. Nos han descubierto. ¿Tu sangre ya es roja?
—Sí. Desde hace un par de meses.
—Perfecto. No olvides la reunión de mañana.
—No la olvido. Todo está saliendo bien.
En la calle reinaba el silencio, un silencio irritante y turbador.