lunes, 30 de abril de 2012

Tiene la Tarara un vestido blanco que sólo se pone cuando es Jueves Santo



.. La Tarara sí, la Tarara no, la Tarara mare que la bailo yo.

La habitación está levemente iluminada por la tenue luz de la tarde. La primavera ha llegado amenazando con su habitual explosión de vida y muerte. Y ella, tumbada sobre la cama, tararea la canción con entusiasmo, a pesar de la ciénaga de sangre que ha inundado su viejo cerebro. La miro mientras duerme, o sueña, o quien sabe, y los recuerdos emergen y golpean con la fuerza salvaje de un tsunami. Pascua de Resurrección está ya a un tiro de piedra, o a un suspiro entrecortado. Y no sé por qué, recuerdo de repente el vestido de cuadros de vichy que ella cosia a mano, las zapatillas pascueras, la cesta de la merienda, la comba. Ella, mientras, me observa desde su mirada rota.

- ¿Cuándo nos vamos al parque- pregunta.

Y yo le digo que luego - siempre será luego- cuando el médico nos deje salir del hospital .

Ahora hay un parque municipal en esa zona del barrio, pero antes había sólo campos de rosas y cebada, salpicados de alquerías blancas y estrechas acequioletas. A media tarde de aquellas pascuas casi perdidas en la memoria, cogíamos la merienda y nos íbamos a volar el cachirulo. Tardes enteras habíamos pasado en el comedor, junto a la ventana, haciendo la cola de la cometa con pequeños retales de colores que ella iba convirtiendo en lazos.

Sin aviso, entra la enfermera abriendo la puerta de golpe. Es evidente que la gente mayor les importa un comino. Saben que ya no tienen futuro, pero olvidan que aún conservan el presente. Le pincha algo en el gotero, pero no da explicaciones. Ni una palabra cariñosa, ni la más leve caricia.

- ¿Qué tengo? me pregunta desde su lecho.

Y yo miento como una puta bellaca.

- Un constipado- le digo sin mirarle

-No digas tonterías- me advierte-

Y yo presiento que a pesar de todo mi empeño, no he podido engañarla.

- Vamos a cantar la Tarara - le digo- que la Pascua está al llegar...

Y mientras su entonada voz inunda la pequeña habitación de hospital donde huele excesivamente a lejía, yo vuelvo a mis recuerdos oscurecidos por el tiempo: los calcetines blancos de perlé, el cachirulo que siempre acababa enganchado en los cables de la luz, la fragancia de las rosas, el bocadillo de queso, la gaseosa.

- Muy bien- le digo mientras trago saliva e intento que mi voz sea firme- Vamos a cantar ahora la de Mambrú.

"Mambrú se fue a la guerra, mire usted mire usted qué pena..."
Y la Pascua llegó cargada de cielos azules, vientos huracanados y amapolas rojas, pero ella se fue unos días antes a ese lugar donde las estrellas duermen y el cielo se construye con el aliento de las almas buenas.

Como la tuya, mamá.

viernes, 27 de abril de 2012

Batalla de Biar. Octubre de 1244



Poco después del mediodía ha comenzado a llover. Es una lluvia mansa y persistente que va calando la tierra hasta hacerla cambiar de color. La batalla, que comenzó nada más salir el sol y ha llegado hasta la tarde, ha sido dura, encarnizada, sin tregua.

Por el camino que serpea junto al río, avanza un jinete a tal velocidad que parece cabalgar sobre un caballo desbocado. El viento mece su capa, alzándola como alas de mariposa. La lluvia golpea su rostro curtido, levemente ensangrentado. En la distancia descubre una casa pequeña, enmarcada entre dos altos cipreses. Parece abandonada, y el jinete piensa que ese puede ser un buen lugar para guarecerse de la tormenta. Desmonta de su cabalgadura y, desconfiado, mira a un lado y a otro. Después entra en la penumbra de la casa y se deja caer sobre una almohada vieja, comida a trozos por las ratas de campo. El sueño y el cansancio le vencen, y se queda dormido sobre su ropa de combate, húmeda y fría.

Hasta que una voz subida de tono le despierta. 
- Levantáos ruin sarraceno - alguien grita-. ¿Qué hacéis aquí?
El hombre abre los ojos sorprendido y sólo distingue una figura que se dibuja en el contraluz de la puerta entreabierta. 
- ¿Quién sois?-, pregunta con un hilo de voz.
El hombre da un paso hacia adelante con forzada firmeza. 
- Pertenezco a la segunda escuadra del ejercito cristiano que ofrece batalla frente a la fortaleza de Biar, y estoy bajo las ordenes de nuestro rey y caudillo, Jaume I. 
- He de suponer entonces que soy vuestro enemigo- advierte el primer hombre mientras se levanta de un brinco y echa mano a la empuñadura de su alfanje. 
- No os atreváis a levantar vuestra espada contra mí- 
-Si no lo hacéis vos. 

Fuera, sobre los campos sembrados, sigue lloviendo, ahora torrencialmente. El recién llegado lleva las vestiduras mojadas y muestra un aspecto descuidado. Sin embargo, su mano no abandona la empuñadura de su arma. 
- ¿Qué hacéis aquí tan lejos del campo de batalla? - interroga- 
- ¿Y vos?
La mueca de desagrado del caballero cristiano habla por si sola de la molestia que le causan las preguntas del soldado árabe. 
-Consideraos, pues, mi prisionero- dice alzando la voz e irguiendo el cuello. 
- Si así es - contesta a su vez el sarraceno-, también vos debéis consideraos el mío.
El caballero cristiano le mira sin contestar, y toma asiento en el punto más alejado de su enemigo. Por la ventana desvencijada entra un viento exageradamente frío para ser otoño.
- Vais a enfermar con esa ropa mojada sobre el cuerpo - sentencia con voz bronca el soldado del bando de Alá-. 
- Eso no es asunto vuestro. 
El silencio crece entre los dos hombres como un espinoso muro de aliagas en flor. El tiempo pasa y la lluvia no amaina, ni siquiera da un respiro. 
De repente, el caballero cristiano vuelve a la carga. 
-¿Por qué estáis tan lejos de vuestro ejercito? Como soldado que sois, debéis saber que es un error abandonar el escuadrón en solitario. 
El soldado le mira desde su cobijo en penumbra. Sus ojos oscuros brillan como luciérnagas en el bosque. 
- ¿Qué importa decíroslo?- confiesa-. Vuelvo a casa. Mi esposa dará a luz con la luna llena. Debo estar allí. 
-¿Desertáis entonces?- advierte el cristiano- 
- Llamadlo como queráis. 

De nuevo el silencio se hace uno más entre ellos. El caballero cristiano se despoja de algunas ropas y las pone a secar sobre un arado que encuentra junto a  la pared.
- Los caballos se están mojando- advierte el sarraceno-. He visto ahí atrás un cobertizo que podría servirles de refugio. 
Ambos hombres salen de la casa. Cogen sus monturas y las introducen rápidamente en el cobertizo. Vuelven a la penumbra de su improvisada guarida y toman asiento guardando las distancias. 
- ¿Y vos?- pregunta ahora el guerrero sarraceno- ¿lleváis alguna misión especial entre manos?. También es extraño que estéis tan lejos de vuestro sacro ejercito. 
El caballero cristiano se resiste a contestar. El otro parece no darse cuenta. 
- ¿Portáis algún mendrugo de pan? No he probado bocado desde anoche. 
En respuesta, el cristiano esconde el rostro descompuesto y roto por el cansancio entre las manos. Después susurra: 
- Yo también vuelvo a casa- confiesa-. He sabido que mi padre está al borde de la muerte. 
- ¿Desertáis entonces?
-Llamadlo como queráis. 

El caballero cristiano parece haberse quitado un peso de encima. Busca entonces en su jergón, saca un mendrugo de pan y se lo lanza al otro hombre. 
- Comed - le dice-. Van a hacernos falta las fuerzas para continuar nuestro camino.
-Alá os bendiga - contesta el árabe cogiendo al vuelo el mendrugo- 

Al caer la noche los dos hombres abandonan la casa amparados en la oscuridad. Montan sobre sus caballos y, por vez primera, se miran a los ojos, 
- Qué vuestra esposa de a luz un niño tan hermoso como la luna llena - desea el caballero cristiano-. 
-Que vuestro padre muera en paz si la vida ya no es posible para él -susurra el hijo de Alá-.

Ambos jinetes desaparecen en la oscuridad de la noche. Uno cabalga hacia el norte, el otro hacia el sur. La lluvia ahora cae mansa sobre el jaramago y los arbustos de moras silvestres que crecen junto al camino. Queda toda una noche por delante. La batalla continúa a las puertas de Biar. Pero la paz puede llegar en cualquier momento, de la forma más inesperada. Y ellos, ahora, lo saben.

viernes, 20 de abril de 2012

Prólogo

Lleva Amparo Puig una vida esforzada de trabajos y labores a los que dedica gran parte de su  jornada, pero aún así roba algún tiempo a los relojes del mundo y consigue escribir piezas con encanto que publica con cierta asiduidad en su blog "Yo fui un gato", de la red literaria-social de Random Mondadori. Esos cuentos son en parte los que puedes leer en estas páginas. Historias mínimas, como la película de Carlos Sorín, que recogen las aspiraciones máximas de sus personajes, asuntos de importancia tan menor como lo que significa recibir un trato digno de la vida. Estos cuentos breves son como pequeñas espinas sobresaliendo de unas vidas sin demasiados futuros. Cuentos llenos de bondad y de aromas de jabón, porque en el fondo hablan siempre de seres limpios, acaso algo ajenos a sí mismos después de haber sido zarandeados por los crueles menesteres que impone la rutina.
Los moradores de estas líneas podrían dividirse,(y así seguimos con la tradición  de las clasificaciones siempre arbitrarias) en tres clases de seres que han de coexistir a la fuerza, pues no hay más espacio ni tiempo que el que tenemos delante para desplegar el pequeño mantel a cuadros de nuestra diminuta existencia. Por un lado aparecen los seres sufrientes, protagonistas de estas pequeñas peripecias de ficción, humanos on dificultades emotivas, económicas, afectivas, estrujados las más de las veces por un segundo grupo, personajes ya secundarios, el de los seres humanos ajenos al sentimiento y vinculados a lo mejorcito del universo burgués; jefes sin nombre, profesores sin rostro o fantasmas que atraviesan la ciudad esperando el momento de hacer caja. El tercero de los grupos lo forman los animales, gatos principalmente, dispuestos a todo con tal de remozar una sonrisa venida a menos, de recapitalizar de nuevo una esperanza o sobre todo, con la tarea poco simple de la simple comprensión. Ese mundo animal que corre paralelo a los ajetreos humanos y que nos permite velar por el futuro, como le ocurre al gato Marcelo, o al gato que maúlla como si hubiese un humano al otro lado del teléfono de nuestra cordura.
Los cuentos de Amparo Puig también viajan y nos permiten volver a un pasado no demasiado lejano, en un país algo ajado en donde aparecen las tartanas, las monjas y los baberos de popelín. Un país en donde la muerte se confunde  con el olor a detergente y la inocencia de las niñas sin trenzas nos lleva frente a ella sin casi saberlo. Son cuentos que en cierta forma anuncian sueños rotos, espejos desencajados y un pequeño rastro de tristeza, en ocasiones opaco, turbio y oscuro como un tubo de escape. Pero ese tono de negrura no está exento de un cierto sentido del humor, de un cierto consuelo, pues las imágenes que nos propone A. Puig hacen que aparezcan algunas sonrisas; así en"2012, la despedida", podemos leer que antes de la negra muerte que espera a todos por culpa del calor achicharrante, se nos fundieron los ancianos y los electrodomésticos. Curiosa imagen de la desolación, pues combina la utilidad burguesa de la tecnología con aquello que ya no sirve para producir y lo manda todo al carajo. Un mundo absurdo en el que los cerebros son de nata, no hay dinero para nada pero las gotas de lluvia se parecen a las monedas de dos euros. Presagios de  tormenza quizá.
 Cuentos breves que pueden llegar a derretirse como un helado al sol si no son leídos de un trago, cuentos que muestran una distancia con la vida burguesa de la que tranquilamente podemos estar hasta los mismísimos céntimos. Cuentos, en fin, para no olvidarnos de que la derrota ya está servida y de que haríamos bien en poder animalizarnos un poco para ver si por ese camino, y casi sin querer, nos humanizamos. A fin de cuentos parece ser que la autora ha sido antes un gato.
Josep M. Sanchis
Escritor