lunes, 30 de enero de 2023

De vuelta de la Feria del Manga



 Hacía un viento de mil demonios cuando llegué a casa. Me había quedado sin batería en el móvil y mi hija y el gato me esperaban ansiosos tras la puerta. 

—¿Cómo te ha ido la feria del manga?—preguntó mi hija alegremente. 

—No he llegado —repuse intentando recomponer mi peinado. 

Su gesto cambió 

—¿Te has perdido? 

—No—Contesté apesadumbrada—. Me han tirado del tren 

—¿A ti? ¿Que has hecho esta vez, mamá?  

—Nada. Un niño me preguntó y yo le contesté. 

Mi Hija hizo un gesto de desesperación 

—Mamá, no tienes que hablar con desconocidos y menos con niños desconocidos. 

—Tenía que contestarle.

—¿Por qué? 

—Porque , al verme cargada con la mochila, me preguntó si yo era una terrorista. Imagínate si no contesto. El que calla otorga. 

Pero mi hija ya no me escuchaba. Se retorcía de risa sobre el sofá mientras repetía de manera mántrica:¡tú una terrorista!

—sí, ríete. Pues he vendido tres libros. 

—Algo es algo. ¿ A quien?

—A dos borrachos que estaban en la cantina de la estación y a la mujer de la limpieza. Ya sabes que mi libro es para todos los públicos. ¿Pero me estás escuchando?— dije porque me di cuenta que leía algo en móvil. 

—Sí, sí claro. Estaba leyendo que la editorial Anagrama ya ha dado su premio anual. 

—Ah sí, ¿a quien? 

—A una escritora desconocida, muy joven, veintinueve años. 

Sentí vértigo. 

—Tú me quieres hundir en la miseria, hija. 

—Es lo que hay. 

Y me contemplé a mí misma esperando el tren en la estación de no sé dónde junto a dos borrachos y una señora con mocho y fregona. Sentí un inmenso cansancio. Igual había llegado el momento de tirar la toalla, de dejarlo estar, de abandonar la tecla y el cuaderno, de dejar de perseguir sueños escurridizos como lombrices, de entregar las armas... Las nuevas generaciones nos empujan sin tregua al precipicio del desánimo y al olvido. 

—¿En qué piensas, mamá?

—En mi próxima feria— mentí con la sonrisa más franca que encontré.

¿O acaso no mentí? 

nimo









martes, 10 de enero de 2023

Libros y un viaje en tren


No estaba muy convencida, pero me animaron a ir a la feria del Manga. Lo cierto es que no sé muy bien de que trata  ese estilo, pero bueno, en  ferias más extrañas he estado. 

Cogí el tren en la Estación del Norte, en un mediodía aún caluroso de primeros de noviembre. Iba cargada con mi mochila llena de libros y, en este caso también de serias  y  profundas dudas. En el asiento contiguo se sentaron una  madre treintañera y su hijo, gente bien parecían. Yo dejé perder mi mirada en la pantalla del móvil. Me sabía de memoria el paisaje: naranjos, palmeras y alguna alquería blanca aquí y allá. 

A la altura de Xátiva la mujer se levantó y le dijo a su retoño que se iba al servicio y que no se moviera del sitio. El niño afirmó con la cabeza y se quedó solo. 

Más palmeras, menos naranjos, más vid. Montañas peladas. El paisaje comenzó a cambiar. La mujer tardaba. El niño me miró sin disimulo. 

—¿Qué llevas en esa mochila? ¿No serás una terrorista? 

—No por Dios —le dije—. Llevo libros. 

—¿Tantos has comprado? 

—Voy a venderlos. Los he escrito yo. 

—Ale qué guay, yo también escribo. 

El niño debía tener unos ocho años. 

—¿Ah si? —dije interesada—. ¿Y qué escribes?

—Historias de piratas, sirenas y cañones. Y también islas desiertas llenas de cocodrilos. 

—Muy interesante, y qué...

La madre volvió y me miró con severidad. 

—Perdón, ¿qué hace usted hablando con mi hijo?

—Cómo usted tardaba, su hijo, supongo que aburrido, me ha preguntado qué llevaba en la mochila.

—No te he dicho que no hables con desconocidos, Albertito —dijo con tono grave dirigiéndose al niño.  

El chiquillo no sabía dónde mirar. 

—Es que esta señora escribe libros, como yo quiero hacer de mayor. 

—Por Dios hijo, tú vas a ser ingeniero como tú padre.  Ya ves esta  pobre mujer, va por ahí cargada con sus libros seguro que para venderlos de casa en casa.

—No —Intenté defenderme.

—Albertito, hijo, los escritores son unos fracasados. Escriben porque no saben hacer otra cosa. Y para uno que gana dinero hay cien que pierden y luego culpan a todo el mundo de su fracaso. 

Ya me estaba hartando de la doña Col. 

—Señora que un niño tenga inquietudes literarias es  muy importante. Solo el tiempo dirá si vale o no... 

—¿Y ahora quiere darme lecciones a mí? Voy a llamar al revisor.

—Llame a quien quiera . Yo no he hecho nada. 

La mujer volvió a marcharse y el niño me miró de reojo. 

—¿Es malo escribir?—susurró. 

—No —le dije en voz muy baja—, es fantástico. 

No pasaron ni dos minutos y allí estaba de nuevo la señora acompañada del revisor, un señor enhiesto, con bigote y  cara de malas pulgas. 

—Mire, está mujer no para de decirle cosas a mi hijo, cosas que para nada le convienen. 

El revisor me miró con severidad y se atusó el bigote daliniano. 

—Señora, tendrá que bajarse del tren en la próxima estación. 

—Quéééé?—. Estaba alucinada. 

—No podemos consentir ningún altercado en el tren y, por encima de todo, debemos proteger  a la infancia. 

—Pero si yo no he hecho nada —gemí. 

—En la próxima parada se baja del tren, señora, no hay más que hablar. 

—¿Y cual es la próxima parada?

No me contestó.  

Cogí mi mochila mientras todos me miraban con asombro y la mayoría se fundía con la pantalla de su móvil o su tablet. Antes de llegar a la puerta, me giré de forma teatral y grité:

—¡Sigue escribiendo,  Albertito!

Y allí en la cantina de una estación en medio de la nada decidí renunciar a la feria del Manga. Mi madre solía decir que si las cosas salen mal es porque no convienen. Yo no lo tengo tan claro, pero decidí volver a la ciudad. El próximo tren pasaba en una hora. Tenía tiempo suficiente para pensar en el  incierto futuro de Albertito. ¿Sería capaz de desafiar a su familia y convertirse en un gran escritor? 

El tiempo lo diría.