Hacía un viento de mil demonios cuando llegué a casa. Me había quedado sin batería en el móvil y mi hija y el gato me esperaban ansiosos tras la puerta.
—¿Cómo te ha ido la feria del manga?—preguntó mi hija alegremente.
—No he llegado —repuse intentando recomponer mi peinado.
Su gesto cambió
—¿Te has perdido?
—No—Contesté apesadumbrada—. Me han tirado del tren
—¿A ti? ¿Que has hecho esta vez, mamá?
—Nada. Un niño me preguntó y yo le contesté.
Mi Hija hizo un gesto de desesperación
—Mamá, no tienes que hablar con desconocidos y menos con niños desconocidos.
—Tenía que contestarle.
—¿Por qué?
—Porque , al verme cargada con la mochila, me preguntó si yo era una terrorista. Imagínate si no contesto. El que calla otorga.
Pero mi hija ya no me escuchaba. Se retorcía de risa sobre el sofá mientras repetía de manera mántrica:¡tú una terrorista!
—sí, ríete. Pues he vendido tres libros.
—Algo es algo. ¿ A quien?
—A dos borrachos que estaban en la cantina de la estación y a la mujer de la limpieza. Ya sabes que mi libro es para todos los públicos. ¿Pero me estás escuchando?— dije porque me di cuenta que leía algo en móvil.
—Sí, sí claro. Estaba leyendo que la editorial Anagrama ya ha dado su premio anual.
—Ah sí, ¿a quien?
—A una escritora desconocida, muy joven, veintinueve años.
Sentí vértigo.
—Tú me quieres hundir en la miseria, hija.
—Es lo que hay.
Y me contemplé a mí misma esperando el tren en la estación de no sé dónde junto a dos borrachos y una señora con mocho y fregona. Sentí un inmenso cansancio. Igual había llegado el momento de tirar la toalla, de dejarlo estar, de abandonar la tecla y el cuaderno, de dejar de perseguir sueños escurridizos como lombrices, de entregar las armas... Las nuevas generaciones nos empujan sin tregua al precipicio del desánimo y al olvido.
—¿En qué piensas, mamá?
—En mi próxima feria— mentí con la sonrisa más franca que encontré.
¿O acaso no mentí?
nimo