Y dijo que no existe, que no hay fuego ni llamas lamiéndote el alma. Entonces, ¿mis terribles pesadillas infantiles para qué sirvieron? Sin embargo, la edad, el tiempo o qué se yo, te obligan a replantearte las verdades que antes pensabas incuestionables. Es verdad. El Papa apostólico romano y argentino ha dicho que el infierno no existe, pero yo no me lo creo.
Existe. Basta sólo con abrir una puerta o cerrar otra. Es suficiente salir a la calle, ver el telediario, contemplar el odio, la brutalidad, la crueldad humana, abrir la ventana, escalar una pesadilla, darse de bruces contra una realidad perversa. Y tiene fuego, llamas afiladas que succionan el alma con lengüetazos ardientes, calores ígneos que queman la esperanza más curtida, brasas que ulceran los sueños que crecieron a la luz de la inocencia, chispas que sacuden la sonrisa y la vuelven mueca vacía.
Existe, vaya si existe. Pulula en barrios miserables echando a la gente de sus casas, en maltratos psicóticos de engendros que parecen humanos, en fracasos enormes que no admiten excusas, en miedos detrás de las puertas, en animales ahorcados, en hombres degollados, en niños solos, rotos, en sueños rotos, solos.
Pero no temáis más de lo recomendable. El cielo tampoco está entre las nubes algodonosas, escondido en alguna galaxia de luz y paz, no. El cielo existe y está aquí, en esa sonrisa, en ese abrazo inesperado, en el gesto solidario, en el hasta aquí hemos llegado, en la respuesta justa, en la objeción correcta, en una llamada, en un comentario, en un paseo por la playa, en una palabra, en un ladrido, en un maullido, en un encuentro, en una mirada cómplice, incluso en el silencio cuando no es del que abandona sino del que acompaña.
Y como más pronto o más tarde, el infierno, como un aliento agrio y estuoso, atravesará nuestras vidas, id dejándole huecos al cielo, huecos enormes de sonrisas y anhelos por los que seamos capaces de caminar sin miedo.