domingo, 28 de junio de 2020

Cita a medianoche

casa de campo con 6.900 m2 de terreno en parque natural Sierra ...


Él bajó el cristal de la ventanilla del coche y se besaron. Era de noche. El camino olía a romero y a salvia. La luna brillaba entre los pinos piñoneros del bosquecillo que había junto al pueblo.
—¿Vendrás el sábado?—preguntó ella.
—Claro, como siempre.
El coche arrancó y se perdió en la penumbra de la noche. Ella volvió a su casa caminando, saboreando ese último beso dulce y rápido. Hacía apenas dos meses había cumplido los diecisiete. El tenía veintiuno. Los había presentado una amiga común durante las fiesta del pueblo, y de eso ya había pasado un año. Había sido un flechazo, en toda regla; una conexión química cuya agitación podía percibirse incluso a cierta distancia.
Pero el sábado siguiente él no volvió. Le puso un wasap lleno de emoticonos llorosos y enfadados. Y nada más salir de trabajar, la llamó por teléfono.
— Sabes que no soporto los emotis —dijo ella nada más coger la llamada.
—No podía escribir. Estaba trabajando. ¿Has oído al presidente?
—Sí, pero no me he enterado de mucho. Estaba distraída.
—Han puesto un horario para salir de casa. Y sólo podemos alejarnos un kilómetro, y lo peor, no podemos salir de nuestra provincia.
—¿Es una broma?
—No, no es una broma. Es por el coronavirus ese.
—¿Y cuánto va a durar esto?
—Ni se sabe.
—¿Un mes?
—Más, seguro. No te preocupes. haremos videollamadas.
—No es lo mismo.
—Ya, pero es lo que hay.
Vivían a solo 20 kilómetros de distancia, pero en dos provincias diferentes. La maldita pandemia les había separado, alejado, les había dejado rotos en medio de un camino donde solo cabía la aceptación. La melancolía cayó como una losa sobre las vidas cotidianas de Román y Julia. Todos los días, a eso de las ocho, hacían una videollamada. Ella estaba cada vez más pálida y más triste; él más harto.
—¿Qué has hecho hoy?
—Ir hasta la ermita, en mi franja horaria. He calculado que es más o menos un kilómetro. ¿Y tú?
—He hecho dos kilómetros—respondió desafiante—. Tenemos que vernos. Te echo tanto de menos...
—Y yo, pero no se puede...
—Se me ha ocurrido una idea. ¿Te acuerdas de aquella alquería abandonada donde nos refugiamos una vez de una tormenta?
—Claro.
Nunca podría olvidar aquella tarde.
—Podíamos vernos allí. Está a unos cinco kilómetros de tu casa y a unos diez de la mía. Podemos ir en bicicleta. Es una zona de mucho bosque. No nos verán.
Ella dudó.
—¿Y si nos pillan?
—Nos pondrán una multa. No pueden hacernos nada más. Y la recurriremos.
—Parece emocionante—dijo ella con una sonrisa—. Nunca pensé que tuviéramos que escondernos para vernos.
—La vida cambia. ¿Mañana por la noche? ¿A las diez?
—Vale. Espérame si tardo. Mi bici está hecha una mierda—rio.
La noche era tan cerrada como un refugio nuclear. Román, antes de despedirse, le había dicho que no encendiera el faro de la bici, que entonces sí que podían verla a kilómetros. Julia sentía el corazón en la garganta cuando sacó la bicicleta del granero. Estaba sucia y polvorienta pero, afortunadamente, las ruedas estaban hinchadas. Sus padres hacía ya rato que se habían ido a dormir. Dijeron que estaban estaban hartos de programas que sólo hablaban del coronavirus, y que si los veían, luego tenían horribles pesadillas.
Ya había anochecido cuando salió del pueblo y pronto se acostumbró a la oscuridad. Cruzó la carretera como un relámpago y dejó atrás el arroyo que separaba una provincia de otra. Sentía que estaba haciendo algo prohibido y eso le hacía pedalear más y más deprisa. No tardó mucho en ver la vieja masía, rodeada de álamos altos y enfermos. Román la esperaba en la puerta, nervioso, emocionado. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Se besaron como si nunca lo hubieran hecho. Se amaron con absoluta desesperación. Y se quedaron dormidos como niños acunados por la brisa del bosque.
Pero alguien les había visto. Al amanecer, frente a la masía, había dos coches de la guardia civil. Les acusaron de infringir la norma del kilómetro, de pasar de provincia, de violar las franjas horarias, de no llevar mascarilla, y por si fuera de poco, a él le acusaron de abuso de menores porque ella apenas tenía diecisiete años.
Estaba claro que las leyes durante la pandemia estaban siendo realmente duras. 

viernes, 19 de junio de 2020

Pandemia

Cómo la bufanda salvó vidas en la gripe de 1918 | Actualidad, Moda ...


Y la vida se paró. Así, de repente, sin previo aviso. Aquella noche de vendaval furioso, él le dijo a ella que todo iba a cambiar, que aquel virus era tan malo que parecía tener consciencia. Le dijo también que no se preocupara, pero que se alejara de él porque el riesgo de contagio era muy alto y él tenía que ir todos los días al hospital. Le aseguró que luego, cuando todo pasase, vendrían los mejores años, años de canela y miel, de rosas y vino. Le dijo, entre besos tímidos y no tan tímidos, que el virus un día se iría cual arena arrastrada por el viento y volvería el tiempo de la luz y la vida, a pesar de todo. 
 Y llegó la muerte y arrasó con todo. A lo bestia. El sobrevivió. Ella también. 
Dieciséis años después, una noche de furioso vendaval, ambos corrían hacia el refugio antiaéreo, pero no llegaron. La bomba les alcanzó de lleno. Murieron en el acto. Nadie pudo separar sus manos entrelazadas. 

sábado, 13 de junio de 2020

La visita


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La ciudad se llenó de flores y brotes verdes. Era como si la naturaleza quisiera gritar su victoria a voz en grito. la mañana amaneció tan hermosa que el confinamiento era como una condena, una condena cuyo único delito consistía en ser humano. Marinela planchaba junto a la ventana abierta de par en par. Intentaba escuchar algún ruido que pudiese aliviar el agobio que sentía, pero en la calle reinaba un silencio tan desapacible como el peor de los ruidos. De repente escuchó como alguien llamaba a la puerta. ¿Quién podría ser a aquellas horas? Le habían comentado en el super que había mucho timante por ahí, mucho listillo que, haciéndose pasar por Dios sabe quien, entraba en las casas y arramblaba con todo. Así que caminó de puntillas hacia la puerta y miró por la mirilla. ¡Era su padre! Abrió la puerta de inmediato.
—¡Papá! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has llegado?
—En taxi. Está en la calle, esperándome.
—¡Dios mío! ¿Qué haces con el sombrero, con el calor que hace...
—Me favorece. ¿Qué te decía? Ah sí, me he escapado de la residencia. He visto la ocasión y ¡zas! me he salido por la puerta trasera mientras entraba una furgoneta.
La mujer no podía salir de su asombro.
—Te estarán buscando por todas partes. Voy a llamar a la residen...
—Ni se te ocurra. La directora debió hacer las practicas en la gestapo. Además, ya te he dicho que solo quería verte, Tengo el taxi en la calle. No se van a dar ni cuenta. 
—¡Pues quédate! ¿Para qué quieres volver ahora, papá?
—Hija, mis novias no me lo perdonarían. Otra razón es que hoy tenemos lasaña para comer y sabes que me encanta. Y esta tarde partida de dominó. Necesito la revancha. Llevo dos días perdiendo. Solo quería verte.
—Pues por verme te vas a meter en un buen lío.
—La mía es una edad para meterse en líos. Siempre le dan la culpa de todo a la vejez y a la demencia. Hay que saber jugar las cartas, hija.
—Tómate un café al menos...
—No quiero nada, hija. Ya son las doce y media. La lasaña debe estar en su punto. Me voy. Solo he venido a decirte que te quiero. A veces me daba vergüenza decírtelo. Cosas de la educación que nos dieron. 

—Yo también te quiero a ti.

El hombre le lanzó un beso con la mano antes de meterse en el ascensor y ponerse la mascarilla. El color de sus ojos era de un azul brumoso, como el de un cielo a punto de descargar una tormenta.
Nada más cerrar la puerta y mientras una lágrima furtiva se escapaba de sus ojos, sonó el teléfono.
—¿Marinela Rivas?
La voz sonaba fuerte, grave. No podía saberse si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—Llamo de la residencia. Soy Berta, la directora. Lamento comunicarle que su padre ha fallecido esta mañana. No ha sufrido en absoluto y le acompaño en su sentim,iento.
Marinela sintió que su cabeza se vaciaba, que se quedaba hueca. Le falló la voz.
—No puede ser. El ha...
—Anoche estaba más o menos bien, por eso no la llamamos. Pero esta mañana ha empeorado y a las nueve y media nos ha dejado. Sé que deberíamos haber llamado antes, pero los papeleos, el certificado... Bueno, ya sabe. ¿Está usted ahí?
—Sí.
—Sabe que solo se permite la asistencia de  tres personas al sepelio. ¿Se ocupa usted de eso?
—Naturalmente.
Y colgó, sin añadir nada, sin decir adios. Nunca había creído en aquellas cosas y ahora... De lo único que estaba segura es de que no se lo contaría a nadie. Seguramente había sido un sueño o una alucinación, algo raro, cosas del maldito confinamiento.
Y cuando fue a salir a comprar vio el sombrero de su padre sobre el taquillón del vestíbulo, lo cogió entre sus manos y lo olisqueó. "Adiós papá"—susurró.
En la calle el silencio empezaba a ser angustioso.  

martes, 2 de junio de 2020

El confinamiento de Anibal


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Su hija se había ido al apartamento a pasar el fin de semana. En marzo cambiaba la luz, cambiaba la estación, resucitaba la vida.
—Te dejo al gato, mamá. El domingo por la noche lo recojo.
—Ni se te ocurra. La última vez que me lo dejaste me arañó la tapicería del sofá y me bufó como una fiera.
—Mamá, por favor. Dale una oportunidad. Pero si se pasa el día comiendo y durmiendo...
La mujer se lo pensó durante unos segundos.
—De acuerdo, pero el domingo a las diez en punto te quiero aquí para recoger al monstruo.
—¡Mamá, eres un cielo!
—¡Soy idiota, pero ya no tengo remedio. ¿A qué hora me lo traes?
—A las seis, cuando salga Oscar de trabajar.

Y a las seis de la tarde su hija y el gato estaban allí. El felino, negro y brillante como una joven pantera, le miró con desconfianza desde sus ojos amarillos.
—Te he traído su comida, sus juguetes, su cama y su arenero.
La mujer observaba al gato.
—Pero si parece el diablo, míralo, con esos ojos amarillos. Creo que no le caigo nada bien.
—¡Qué tonterías dices! Pero si es un amor de gato...  Bueno, te dejo que Oscar ha aparcado mal. ¡Pasadlo bien!
«Encima recochineo»—pensó la mujer mientras ponía la manta del gato junto al balcón, donde llegaba el sol dorado de la tarde.  Después puso la televisión. Quería saber cómo iba la trayectoria de aquel maldito virus chino, como ella le llamaba. Las noticias eran terribles. El virus había llegado a Italia causando la muerte y la desolación de miles de personas. Era improbable—decían las noticias— que la epidemia llegase a España, y se estaba haciendo todo lo posible para frenar su expansión. Aníbal, el gato se llamaba Aníbal, se había tumbado en su manta después de olisquear todo el salón. Estaba en tensión, con el cuello erguido y la mirada interrogante. La mujer pensó que lo mejor era no hacerle caso y dejar que se fuera adaptando poco a poco.
El domingo amaneció tranquilo. Olía a primavera, a resurrección, a vida renacida. Mientras desayunaba la mujer puso la radio y escuchó tres palabras que le hicieron más efecto que el café de Colombia: Estado de alarma.
¿Estado de alarma? ¿Qué significaba aquello? ¿Qué coño pasaba? ¿Tan grave era la situación? Comenzó a pasear arriba y abajo por el salón mientras Aníbal la miraba moviendo la cabeza como quien observa un partido de tenis. Al final, presa de los nervios, llamó a su hija por teléfono.
—¿Qué es eso del Estado de alarma, hija? Estoy un poco nerviosa.
—¿Te has tomado las pastillas de la tensión?
—Que sí. Explicame lo del Estado de alarma. No me suena nada bien. 
Se hizo un corto silencio más expresivo que cualquiera de las palabras que hubieran podido pronunciarse.
—No podemos salir de casa, mamá. Solo para comprar comida o ir a la farmacia.
Otro silencio.
—¿Pero vosotros venís esta noche?
—No podemos. Estamos en Benissa. Nos pararía la policía. Nos pediría explicaciones que no podemos dar. Vamos a quedarnos aquí.
—¿Y el gato?
—¿Se porta bien? Se queda contigo, claro. Espero que no te importe. Te quiero mamá. Te dejo que vamos a comprar antes de que la gente desvalije los super. Un beso.
La mujer se quedó con el móvil en la mano, parada en medio del salón, con la boca entreabierta, como si se hubiera convertido en estatua de sal. Poco a poco iba dándose cuenta de lo que sucedía. Se quedaba confinada, encerrada en casa, atrapada con aquella temible pantera negra disfrazada de gato. No podría soportarlo.
Pero lo soportó. Al principio Aníbal y ella se esquivaban, hacían como que no se veían. Ella le ponía su comida, le limpiaba el arenero y evitaba mirar aquellos ojos amarillos que la observaban con curiosidad. Hasta que una noche la obligada soledad la hundió en la miseria. Sin venir a cuento, sin saber por qué, comenzó a llorar, al principio con suaves gimoteos; luego, a mares. Y fue entonces cuando Aníbal saltó sobre su falda, la miró asustado y comenzó a lamerle las lágrimas. Luego se quedó dormido en su regazo, con la placidez que da la confianza, y ella sintió una sensación nueva, reconfortante, una sensación que aliviaba su dolor y que eclipsaba su miedo. 
Al día siguiente descubrió que a Aníbal le gustaba jugar. Corría detrás de las pequeñas pelotas, disfrutaba con los ovillos de lana, con los hilos, con las cuerdas. Y ella volvió a reír a carcajadas, como antes, como hacía tiempo.  Por las tardes, mientras veía alguna serie en la televisión, el gato se arremolinaba junto a ella y dormía un buen rato. Al cabo de un par de semanas se habían hecho inseparables. Cierto es que a veces se afilaba sus largas uñas en el tapìzado del sofá, pero ya no le importaba. la compañía lo compensaba, las risas compensaban los destrozos.
A finales de junio el presidente del gobierno compareció. En realidad lo hacía todas las semanas y sus discursos eran largos, muy largos. Aníbal solía dormirse y a veces ella también. pero aquel día tanto el gato como ella estaban con las orejas bien abiertas. "A partir de la fase tres— había dicho el presidente—, ya se podía viajar a otras provincias. Eso significaba que su hija y Oscar saldrían de su confinamiento y volverían a la ciudad. Eso significaba que se llevarían a Aníbal para siempre. La pequeña pantera de ojos amarillos volvería a su casa y ella volvería a quedarse sola. 
La melancolía la acompañó durante todo el día y Aníbal se dio cuenta. Se sentaba frente a ella y ladeaba la cabeza como si quisiera preguntarle qué le pasaba. Ella le acariciaba el lomo brillante y él pasaba su cara por sus piernas  una y otra vez. A las ocho de la tarde cogió el móvil y escribió las palabras que había estado pensando durante todo el día: 
—Lo siento muchísimo. Aníbal se ha perdido. He puesto carteles por todo el barrio. Igual vuelve.  Estoy desolada.
Sabía que no habría podido soportar el largo confinamiento sin la compañía de aquella bola de pelo suave y negro.. Y si la descubrían, siempre podía decir que el gato había vuelto inesperadamente. 
Nunca se había sentido tan feliz después de mentir.