Él bajó el cristal de la ventanilla del coche y se besaron. Era de noche. El camino olía a romero y a salvia. La luna brillaba entre los pinos piñoneros del bosquecillo que había junto al pueblo.
—¿Vendrás el sábado?—preguntó ella.
—Claro, como siempre.
El coche arrancó y se perdió en la penumbra de la noche. Ella volvió a su casa caminando, saboreando ese último beso dulce y rápido. Hacía apenas dos meses había cumplido los diecisiete. El tenía veintiuno. Los había presentado una amiga común durante las fiesta del pueblo, y de eso ya había pasado un año. Había sido un flechazo, en toda regla; una conexión química cuya agitación podía percibirse incluso a cierta distancia.
Pero el sábado siguiente él no volvió. Le puso un wasap lleno de emoticonos llorosos y enfadados. Y nada más salir de trabajar, la llamó por teléfono.
— Sabes que no soporto los emotis —dijo ella nada más coger la llamada.
—No podía escribir. Estaba trabajando. ¿Has oído al presidente?
—Sí, pero no me he enterado de mucho. Estaba distraída.
—Han puesto un horario para salir de casa. Y sólo podemos alejarnos un kilómetro, y lo peor, no podemos salir de nuestra provincia.
—¿Es una broma?
—No, no es una broma. Es por el coronavirus ese.
—¿Y cuánto va a durar esto?
—Ni se sabe.
—¿Un mes?
—Más, seguro. No te preocupes. haremos videollamadas.
—No es lo mismo.
—Ya, pero es lo que hay.
Vivían a solo 20 kilómetros de distancia, pero en dos provincias diferentes. La maldita pandemia les había separado, alejado, les había dejado rotos en medio de un camino donde solo cabía la aceptación. La melancolía cayó como una losa sobre las vidas cotidianas de Román y Julia. Todos los días, a eso de las ocho, hacían una videollamada. Ella estaba cada vez más pálida y más triste; él más harto.
—¿Qué has hecho hoy?
—Ir hasta la ermita, en mi franja horaria. He calculado que es más o menos un kilómetro. ¿Y tú?
—He hecho dos kilómetros—respondió desafiante—. Tenemos que vernos. Te echo tanto de menos...
—Y yo, pero no se puede...—Se me ha ocurrido una idea. ¿Te acuerdas de aquella alquería abandonada donde nos refugiamos una vez de una tormenta?
—Claro.
Nunca podría olvidar aquella tarde.
—Podíamos vernos allí. Está a unos cinco kilómetros de tu casa y a unos diez de la mía. Podemos ir en bicicleta. Es una zona de mucho bosque. No nos verán.
Ella dudó.
—¿Y si nos pillan?
—Nos pondrán una multa. No pueden hacernos nada más. Y la recurriremos.
—Parece emocionante—dijo ella con una sonrisa—. Nunca pensé que tuviéramos que escondernos para vernos.
—La vida cambia. ¿Mañana por la noche? ¿A las diez?
—Vale. Espérame si tardo. Mi bici está hecha una mierda—rio.
La noche era tan cerrada como un refugio nuclear. Román, antes de despedirse, le había dicho que no encendiera el faro de la bici, que entonces sí que podían verla a kilómetros. Julia sentía el corazón en la garganta cuando sacó la bicicleta del granero. Estaba sucia y polvorienta pero, afortunadamente, las ruedas estaban hinchadas. Sus padres hacía ya rato que se habían ido a dormir. Dijeron que estaban estaban hartos de programas que sólo hablaban del coronavirus, y que si los veían, luego tenían horribles pesadillas.
Ya había anochecido cuando salió del pueblo y pronto se acostumbró a la oscuridad. Cruzó la carretera como un relámpago y dejó atrás el arroyo que separaba una provincia de otra. Sentía que estaba haciendo algo prohibido y eso le hacía pedalear más y más deprisa. No tardó mucho en ver la vieja masía, rodeada de álamos altos y enfermos. Román la esperaba en la puerta, nervioso, emocionado. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Se besaron como si nunca lo hubieran hecho. Se amaron con absoluta desesperación. Y se quedaron dormidos como niños acunados por la brisa del bosque.
Pero alguien les había visto. Al amanecer, frente a la masía, había dos coches de la guardia civil. Les acusaron de infringir la norma del kilómetro, de pasar de provincia, de violar las franjas horarias, de no llevar mascarilla, y por si fuera de poco, a él le acusaron de abuso de menores porque ella apenas tenía diecisiete años.
Estaba claro que las leyes durante la pandemia estaban siendo realmente duras.