miércoles, 21 de febrero de 2024

Libros y la feria del vino. 1ª parte


 Cuando llegué a casa era bien entrada la noche. No podía ni con mis pies ni con mis párpados ni con mi alma.  Me encontré a mi hija leyendo a Tolstói. 

—Llegas pálida, mamá. ¿Cómo ha ido?

—Ni te lo imaginas —dije mientras me dejaba caer en el sofá. 

—¿Eso es que ha ido bien o mal? ¿Te han dado chocolate?

—Yo no sé lo que me han dado, hija, pero algo raro he tomado…

Dejó a Tolstói descansando sobre la mesa. 

—Te has atiborrado de chocolate, seguro. 

—Qué va. No he tenido tiempo. Lo que he tenido son alucinaciones. ¿Te puedes creer que he estado hablando con Napoleón , María Antonieta…?

—¿Antonieta? —me interrumpió—,la vecina de la prima Amalia, la que vive puerta con puerta con Tonet, el hijo de Fina la filipina?

—No, no, María Antonieta, la reina de Francia, a la que le cortaron la cabeza.

Ahora era ella la que había palidecido. 

—¿Cómo?

—Cómo lo oyes. Y espera, que no he acabado. También he estado hablando con Óscar Wilde, muy elegante, él, y luego, cuando ya me iba al borde del soponcio, me he topado con Hernán Cortés. Parece ser que lo han contratado como guardia de seguridad.

Mi hija estaba ausente, no conseguía reaccionar. 

—¿No sería mejor que dejases ya lo de  ir a las ferias? Igual no te sientan bien. 

—Lo que me ha sentado mal es ese chocolate con algo que me han dado.  Por cierto, Napoleón me ha parecido  más listo que el hambre, y Hernán Cortés un poco brusco. ¿Qué es esa carta que tratas de ocultarme?  —pregunté al ver que mi hija escondía un sobre en un cajón.

—Otra feria, pero no creo que estés en condiciones…

—Pues claro que estoy en condiciones. ¿Quién no se encuentra a Napoleón alguna vez en la vida?  ¿De qué va esa feria? 

Me entregó el sobre con desgana

—Te invitan a la feria del vino. 

—¿Del vino? mira, para rematarme. Solo Dios sabe con quién puedo encontrarme entre los efluvios de un buen caldo.. 

—Sería mejor que te lo pensaras antes de aceptar.

—Ni hablar. Igual vuelvo con un buen rioja o una buena cogorza, pero vale la pena intentarlo . Cuando la gente bebe más de la cuenta, lo compra todo. Me voy a hacer de oro. ¿Dónde es la feria? 

— Aquí, en la ciudad.

—Hecho.  Hasta puedo ir en taxi, como los ricos. Diles que sí, que voy, que soy una gran experta en vinos…franceses, por ejemplo. 

—Pero si tú bebes don Simón.

—Pero ellos no lo saben. ¿Quieres que te cuente lo que me ha dicho Óscar Wilde? 

—Mamá!

—Un hombre muy interesante. Ojalá me lo encuentre en la feria del vino. ¿Sabes si bebía?

—Yo creo que más bien le daba al opio. 

—¿Al apio? Qué chico más sano

—¡he dicho al opio! No tiene nada de sano. 

—Y encima me estoy quedando sorda. Voy a pedir cita con el médico. 

—Será lo mejor. 

La noche cayó sobre la ciudad como una guillotina de niebla. 


miércoles, 14 de febrero de 2024

Libros y la feria del chocolate


Cuando se escucharon las llaves en la puerta de la casa, mis gatos salieron corriendo hacia ella.

 La que llegaba era mi hija, que venía con una carta en la mano 

— ¿Otro recibo? —pregunté. 

—No, mamá. Parece ser una invitación para ir a otra feria 

—¿Otra feria? Dios me libre. Después de la feria del gurumelo, con todo el lío del calabozo, la mesalina, el tropezón, los toros y el narcotraficante, estoy un poco ya saturada . Creo que necesito un respiro. 

—Pues esta te va a encantar, mamá 

—A ver, dime ¿de qué va? 

—De chocolate

—¿Qué me estás diciendo? ¿En serio que hay toda una feria dedicada al chocolate? ¿Dónde se les ha ocurrido tamaña tentación ?

—En Torrent . 

—Bueno, y encima está cerca.  No estaría mal acudir a esa feria  del chocolate. Igual no vendo ni un libro, pero vuelvo con un empacho de acudir a urgencias. Llevo ocho meses sin probar el chocolate por culpa de la maldita vesícula. Voy a vengarme.

—Pero mamá ¿Tú sabes algo de la historia del chocolate, de las clases que hay, de sus orígenes, de sus tradiciones? Tendrías que investigar un poco 

—¿Y que tengo que saber del chocolate?  que se hace con el cacao, que  lo trajeron de América,  que está muy bueno, que levanta el ánimo, que sube el azúcar, que te pone como una ballena. ¿Qué  más debo saber  del chocolate? 

--Pues que hay muchas variedades, qué porcentaje de cacao llevan, si es mejor el blanco o el negro  Deberías…

—Debería ir. No me cuentes historias chocolateras. Sabes que lo único que pretendo  es vender mi libro.  Si tengo que decir alguna tontería con respecto al chocolate, la diré. Ya conoces mi capacidad de improvisación. 

—La conozco. 

—Por eso mismo no hay ningún problema. Cojo el metro en la estación de Turia y así no me lío con los transbordos. Me llevo seis o siete libros, me planto en la feria, me inflo a chocolate, y si vendo algún libro bien y si no, no pasa nada.

  Y llegó el día, un día de febrero más bien caluroso y ventoso. Este año el invierno se ha rendido y nos ha dejado en manos de los anticiclones.  Aún así, me puse mi chaquetita de lana,  mis mocasines de medio tacón y me fui a la feria cargada con mis libros y con mis ya cansadas ilusiones. Nada más llegar, comprobé que el ambiente era estupendo. Había muchos stands, diferentes y reconocidas marcas, algunas de chocolate artesanal, y un reguero de gente ávida de probarlo  todo.

    Después de curiosear un poco, me detuve en el primer stand, donde una amable señorita me ofreció probar una tableta de  chocolate a las finas hierbas con arándanos o  fresas o  algunos frutos rojos de origen desconocido.  Un regalo para el paladar. Compré una tableta y seguí paseando. Estaba ya llegando al segundo stand, cuando se me acercó una persona por detrás y me tocó en el hombro . 

—¿Le gusta el chocolate?—me preguntó .

    Me volví en redondo. Aquel hombre tenía una voz un poco cantarina. No podía creerlo.  Me encontré cara a cara con Napoleón, sí estáis leyendo bien, con Napoleón Bonaparte. 

me pegué un susto de muerte

—Usted se parece a…

—Napoleón, emperador de Francia. ¿Y se preguntará qué hago aquí? 

No sólo me estaba preguntando eso. 

—Pues ya que lo dice…

 —El chocolate es una delicia exquisita, señora. y no pueden hacer una feria dedicada al chocolate  sin invitarme a mí. 

—¿Por alguna razón en especial?— me atreví a preguntar.

Su rostro se endureció. 

  —¿Es que acaso usted no lee libros de historia ?

—Alguno ha caído en mis manos, pero no cuentan precisamente esas intimidades. Más bien se refieren a las batallas, a los muertos, invasiones, ya sabe, el dos de mayo y todas esas cosas desagradables que traen las guerras. Además, yo pensaba que lo que más le gustaba  a su... —dude—  excelencia,  era beber…

—Ese era mi hermano José, siempre dándole al trinqui. ¿Y de mi adicción al chocolate no dicen nada los libros de historia? 

—Nada.  Es la primera vez que lo oigo.

 —Pues ya ve, señora, yo preparaba la estrategia  de mis batallas encerrado en mi gabinete y tomándome un buen chocolate  caliente. 

Alucinada estaba.

—Vaya lo que una aprende en las ferias 

—Y no se crea que soy el único personaje famoso al que le gusta el chocolate. 

—A mí también me gusta —afirmé con arrogancia.

—Pero usted no es famosa 

Recordé mi atolondrado paso por tantas ferias..

—Voy camino de serlo.  tiempo al tiempo. .

—Pues mire por ahí viene otra persona a la que también le encantaba el chocolate, la misma María Antonieta, reina de Francia,

Me giré. Era cierto. Se acercaba una bella dama con el cuello un poco torcido.

     —A ver, señor o emperador Napoleón, que yo sepa a esa señora le cortaron la cabeza.   Espero que no fuera por comer chocolate. 

   —Sin duda no fue esa la causa, pero hasta tal punto le gustaba esta ambrosía que realmente podría haber una marca hoy en día que se llamara chocolates María Antonieta, perderás la cabeza cuando lo pruebes 

“Qué bruto”—pensé—, pero yo no me iba a quedar atrás.  

—Se me ocurre otro, chocolates que te cortaran la respiración. 

—Ese lema es tan sádico como el mío, señora. Debo dejarla. Me han ofrecido probar chocolate con gurumelos. ¿Quiere acompañarme? 

    Negué con la cabeza mientras hacía una torpe reverencia. No quería saber nada de los gurumelos. Ante mi negativa, Napoleón se fue a probar chocolate con hongos y yo me quedé esperando a María Antonieta.

    La reina llegó caminando como un pavo real, altiva, enfundada en un hermoso vestido de seda y encaje. 

   —Majestad María Antonieta —le dije—, un placer encontrarla en esta feria 

—El placer es mío contestó con voz susurrante—.  ¿Ya le han contado que soy una gran amante del chocolate? 

—Pues tiene buen gusto, todo hay que decirlo. Yo también, pero yo no soy en ningún caso una reina degollada 

—No me traiga ingratos recuerdos, amiga mía. La vida no me trató bien.  Mejor hablemos de chocolate, una de mis pasiones.. 

Yo sabía que tenía otras pasiones más nórdicas. ¿Quizás un atractivo conde sueco? 

—Voy a seguir probando chocolates. Si desea acompañarme…

Volví a negar con la cabeza, y mientras ella se alejaba  contoneándose entre la gente que parecía no verla, yo empezaba a pensar si aquello era la feria del chocolate, una fiesta de disfraces o un pabellón del hospital psiquiátrico. no lo tenía yo nada claro cuando vi que se acercaba un hombre muy elegante, de buena planta, con mirada interrogante.   Supuse que la palidez de mi rostro, después de haberme encontrado con dos personajes tan importantes de la historia, debía ser dramática.

—¿Se encuentra bien señora? la veo extremadamente pálida.

—No se apure —le dije—, lo cierto es que después de hablar un rato con Napoleón Bonaparte y María Antonieta,  me siento un poco rara, confusa diría yo 

el hombre me miró un poco alarmado 

—¿Quiere que llamemos a alguien de su familia? 

—No, por Dios, a qué santo.  Yo he venido aquí a vender mi libro y por ahora no me he estrenado.  Los señores históricos que me han salido al paso no han tenido a bien comprarlo. 

Lo cierto es que, con tanta sorpresa, ni se lo había ofrecido.  

—De todas formas —me dijo el hombre—, si usted se encuentra indispuesta o si tiene algún problema, no dude en llamarme. He sido siempre un caballero y lo seguiré siendo a lo largo de la historia 

—Muchísimas gracias —le susurré con una sonrisa de oreja a oreja—. Es usted realmente  muy amable. Si sigo viendo esta serie de fantas… personas extrañas,  no dudaré en llamarle. ¿Por quién debo preguntar?

     El hombre se volvió muy despacio. Tenía los ojos almendrados y unos  labios muy finos Me miró.  

—Pregunte usted por Óscar Wilde. Siempre a su servicio 

    Fue en ese momento cuando pensé que alguno de los chocolates que había probado me estaba sentando mal.  Quién sabe si junto a los arándanos le habían mezclado alguna hierbecilla extraña de esas que hacen ver cosas que no existen.  Así que, antes de caer redonda y montar de nuevo un espectáculo, salí por la puerta con todos mis libros. En el vestíbulo me topé con una especie de guardia de seguridad, bastante extraño. Llevaba el pelo y la barba muy largos y vestía una especie de armadura con un casco que cubría su cabeza. 

—¿Ya se va, señora? 

—Si, —repuse—. Algo debe haberme sentado mal y tengo… ligeras alucinaciones. 

—No se preocupe y discúlpeme.

—¿A usted?, ¿por qué? 

           —Porque yo traje el cacao de América y ya ve usted la que armé. 

Estaba a punto de desmayarme. 

—¿Con quien tengo el placer de hablar?

—Con Hernán Cortés, a su servicio. ¿Quiere que mis hombres la custodien hasta su casa? 

—No hará falta. Muchas gracias. 

Cogí el metro al vuelo. En el vagón viajaban un grupo de adolescentes que no paraba de chillar, un hombre que vendía pañuelos de papel, un niño enrabietado que rodaba por el suelo, y cuatro o cinco miembros de una banda que irían a partirse la cara con otra banda en algún barrio periférico. 

Qué alivio. Gente normal. 


miércoles, 7 de febrero de 2024

Libros y gurumelos. 3ª parte

 


Llegamos al cuartel cuando ya había anochecido. El todo terreno había ido dando tumbos por oscuros caminos forestales y yo estaba mareada cual pato.

—¿Se encuentra bien?— me preguntó uno de los jóvenes agentes.

—Nunca me había encontrado mejor—mentí.

Mi padre me había enseñado a no perder la dignidad en ninguna situación.

—Igual tiene que pasar la noche en el calabozo. Es muy tarde. 

—¿Y cree usted que me asusta? En peores me he visto —aseguré.

Y era verdad. 

El calabozo no parecía muy cómodo. Era cuadrado, pequeño, con un estrecho ventanuco enrejado que daba a la calle.  En una esquina, sobre un banco de obra, había una mujer joven cubierta con un vestido minúsculo y con cara de hartazgo. 

—Hola. Buenas noches —dije con una sonrisa. 

La mujer me miró con ojos cansados.

—¿Buenas noches? ¿de dónde ha salido usted? No sé si se ha dado cuenta, pero esto es un calabozo. 

—Está claro, pero es lo que hay. 

La mujer me miró de arriba a abajo. 

—¿Qué ha hecho usted? No tiene pinta de delincuente al uso.

Me atreví. 

—¿Ah no? ¿Y de que tengo pinta?

—De señora que se va a  hacer la compra.

—Es muy posible, porque no he hecho nada. Iba a vender mis libros a la feria de los champiñones.

–¿Y está prohibido vender libros?

—No, a ver. Se lo explico. Yo iba a una feria, pinché una rueda, me deslicé por un terraplén, me torcí el pie, me topé con unos toros o vacas, bueno, algo con cuernos. Luego conocí a un muchacho, fuerte él, hablamos un poco, pero cuando se acercó la guardia civil salió pitando y me dejó su mochila, y en la mochila había droga. Los agentes del orden creyeron que yo era una traficante. 

La mujer abrió los ojos cual ensaladeras y empezó a reír a carcajadas. Lloraba de la risa. 

—¿Usted una traficante?

Y seguía riendo como una loca. 

—Pensaron —dije— que era una nueva estrategia de los narcos utilizar a señoras como yo, normales y corrientes. 

La mujer se secó las lágrimas. 

—No me lo puedo creer. Su historia es mejor que la mía. 

—Perdóneme si la pregunta le ofende.  ¿Es usted una mesalina?

—¿Una qué? Yo soy una puta a mucha honra. 

No quise decirle que significaba lo mismo, pero que la otra palabra era mucho más fina. 

—¿Y que les ha contado a los guardias?

—Que iba a recoger a mi hija de la guardería. Y estaba en la rotonda de un polígono industrial. Imagínese. 

Y la mujer volvió a reír a carcajadas. 

Escuché pasos por el pasillo. Alguien se acercaba. El guardia joven acompañado de…No me lo podía creer. Me levanté de un salto. 

—¡Cabrón! —chillé—. Me dejaste en medio de la nada con tu narcomochila. Me has metido en un buen lio. Señor agente, este muchacho es el dueño  de la mochila con…

 Pero el guardia ya se había ido. El hombre tomó asiento lejos de mí. 

—¿Y qué cree que debía haber hecho? ¿Quedarme para que me cogieran>?

—Pues a mí me ha metido en un buen lío. Ahora se creen que la narco soy yo. 

—¿Qué?

Al principio sonrió, pero después la sonrisa se convirtió en carcajada. Y a él se le unió la mujer, que volvió a llorar de la risa. 

—Eso no hay quien se lo crea. ¿Pero usted se ha visto?

—Sí, ya me ha dicho aquí la mesalina que tengo aspecto de señora que se va a la compra. 

—Totalmente. La ha clavado. ¿Y cómo se llama usted, señora narco? —dijo volviendo a reír. 

—Desamparados. 

—¿En serio? Pues sí, la verdad es que estamos los tres bastante desamparados. Yo me llamo Jony, el narco de la comarca. 

—Mucho gusto. ¿Y usted? —le pregunté a la mujer del minivestido. 

—Catalina. 

—Nombre de reina —repuse con seriedad..

—Pues ya ve, la reina de las rotondas. 

Esta vez hasta reí yo. 

—Pero era cantante —afirmó mientras se estiraba la falda sin mucho éxito—, pero cantaba fatal. ¿Y usted por qué vende libros en ferias de champiñones?

—Porque no vendo ni uno.  Voy un poco a la desesperada ¿Y usted, muchacho? ¿Por qué trafica?

—¿Y si no contesto?

—Usted mismo. 

El hombre cogió aire. 

—Me pillaron robando en el almacén donde trabajaba. Pillé un scalextric para mí ahijado,. Con sus cochecitos y todo. Luego. cuando e destapó el tema, nadie quería contratarme, y un colega de un colega me ofreció este curro y lo cogí. Es dinero fácil y no tengo que aguantar a nadie. ¿Me vende su libro? La dejé allí sola, con todo el marrón…

—No lo haga por compromiso y mucho menos por compasión.  

—Es para mí hermana, que lee como si fuera una maestra. Es lo que ella quería ser, pero en casa no había pasta. Yo solo leo de fútbol. Se llama Sara.

—Yo quiero otro, y me lo dedica —pidió la mesalina.  

—Hecho. 

El hombre suspiró profundamente mientras leía la dedicatoria que le había escrito a su hermana: Para Sara, la maestra, con todo mi afecto. Luego se levantó y aporreó los barrotes. 

—Guardia, agente, venga. 

—¿Qué quieres, Eusebio?

Parece ser que era un viejo conocido. 

—Quiero confesar. La mochila de la droga era mía. Cuando vi su coche salí cagando leches. 

—¿Está dispuesto a firmar lo que acaba de decirme? 

—Pues claro, si no para que lo digo. 

Veinte minutos después volvieron el guardia y el Eusebio. 

—Ya puede irse señora, Está libre de todos los cargos. 

Eran las dos de la madrugada. 

—¿Y dónde voy yo ahora? ¿No me puedo quedar hasta que amanezca?. 

—Imposible. Sería detención ilegal. Eusebio ha confesado. 

¿Dónde iba yo a las dos de la madrugada? 

—Lo único que puedo ofrecerle es una habitación en casa de mi suegra. Si le vale. Yo no la aguanto, pero ahora estará dormida. 

—Y tanto que me vale, señor agente.

Me volví hacia ellos.  Catalina, cuídate y canta, canta mucho. Y tú Eusebio, deja ese curro y búscate otro menos… solitario. Venga, nos vemos. 

Cuando ya salíamos, el agente se volvió hacia ella. 

—Ah, Catalina, se me olvidaba. Ha llamado tu hermana para decir que ya ha recogido a tu hija de la guardería, que estés tranquila. 

¿Qué? ¿Su historia era real? Me volví hacia ella. 

—¿Cómo se llama la niña?

—¿La. niña? Inés.

La noche era fría. Las calles estaban vacías. Y yo, no sé por qué razón, me sentía muy bien. 

Aunque la cama de la suegra del señor agente más incómoda no podía ser.