lunes, 21 de mayo de 2012

Un tren con retraso

El tren tenía prevista su llegada para las seis de la tarde, así que me sobraba tiempo para ir a la estación andando. Salí a la soleada terraza de mi nuevo apartamento y comprobé que el calor era aún más sofocante que a mediodía. Los dos macetas sembradas de margaritas y la que contenía una enorme planta de Aloe vera, aparecían achicharradas bajo el sol a aquellas primeras horas de la tarde.

Me dí una ducha rápida, dejé caer una bola de espuma sobre mi cabello corto y me puse el precioso vestido de encaje blanco que el día anterior me había comprado en el centro comercial que tenía frente a casa. Me contemplé satisfecha en el espejo de la entrada e intenté ser benevolente conmigo misma. Estaba impecable, a pesar de que la emoción me embargaba de tal forma que me obligaba a sudar por todos y cada uno de los poros de mi cuerpo. Menuda sorpresa le iba a dar. Cuando Rafael se fue, hacía de ello ya seis meses, a realizar aquel maldito cursillo a la universidad de la Sorbona en Paris, las cosas entre nosotros no andaban muy bien. Excesivos silencios, pocas risas y menos caricias. Quizá por eso él decidió cambiar de aires y probablemente también por las mismas razones, yo había vendido mi viejo y enorme piso de techos altos para comprarme un acogedor estudio en un barrio obrero de la ciudad. Suponía que este cambio era necesario, al menos psicológicamente, y tenía toda la esperanza puesta en que el traslado de ubicación podía cambiar otras cosas que la rutina había ido enrareciendo hasta convertir el día a día en un paisaje borroso en el que la mayoría de interrogantes se quedaban en el aire.

Desde hacía una temporada, y sin verme forzada a leer ningún libro de autoayuda, valoraba lo que tenía, fuera poco o mucho, y había dejado de lamentarme a toda hora como una de esas plañideras que en algunos países se contratan para llorar al difunto. Ya estaba bien de fracturas espirituales. Tenía un trabajo mileurista, un ático con dos terrazas, un novio matemático, una ducha con radio, seis pares de zapatos, un perchero lleno de prendas negras- por aquello de que los tonos oscuros siempre adelgazan-, una vecina que me regalaba tartas cuando estaba deprimida -ella, no yo- y un plan de pensiones en una joven entidad bancaria. ¿Qué más podía desear en estos años de dura crisis económica?

Salí a la calle envuelta en un halo de humedad pegajosa que me convenció de que ir andando no era la mejor opción. Cogí el autobús de la EMT en la parada que hay junto a la Oficina de Extranjería, donde se agolpaban hombres y mujeres de todas las razas esperando la oportunidad de permanecer en un país donde, probablemente, ya no valía la pena quedarse. A esas horas de la tarde había menos trafico en la calle que hormigas en un hormiguero embargado, así que llegué a la estación del Norte en apenas veinte minutos.

Me sobraba tiempo. En el reloj de la estación daban las cinco y media. Tenía aún media hora para ponerme de los nervios y que la melena lacia que había conseguido a base de una hora de plancha, se convirtiese en un amasijo de rizos dorados.

El hall de la estación se iba llenando de gente lentamente. Miré a la parrilla de entradas y salidas con impaciencia. Era curioso, los trenes de larga distancia que llegaban del norte parecían haber desaparecido de su ruta. Sin embargo, el rodalies que venía de Castellón llegaba sin retraso y aparecería en la estación en unos diez minutos. Decidí preguntar.

- Perdón - nunca he sabido por qué pedimos perdón cuando sólo queremos averiguar algo- ¿el Talgo que viene de Montpellier?

- Con retraso, señorita... Disculpe.

Aquel joven hombre vestido impecablemente con camisa azul y pantalones grises, no estaba dispuesto a dar muchas explicaciones, quizá porque no las tenía. Más bien, me había parecido un poco alterado. Tenía el rostro enrojecido y las venas de la sien se le hinchaban peligrosamente como oscuras colinas. Volvería a preguntar si pasaba media hora y nadie respondía a mis dudas. .

Tomé asiento bajo un enorme cartel de Pans y compañía que rezumaba queso fundido por todas partes. Sentado Junto a mí, un hombre grasiento devoraba algo parecido a una hamburguesa aplastada por algún extraño fenómeno. Estaba emocionada. Al cabo de unos minutos iba de ver de nuevo a Rafael, y sabía que la primera mirada, el primer abrazo ¿beso quizás? sería como una señal de lo que iba a venir luego. No le había contado nada de la compra del nuevo apartamento, y únicamente esperaba que la noticia para él fuera una sorpresa y no un disgusto Durante los seis meses que Rafael había pasado en París, enredado en teoremas más complejos que el de Pitágoras, había tenido la sensación de que no sólo los números habían ocupado su tiempo. Con demasiada frecuencia, al menos para mi lógica de ir por casa, me había comentado los impresionantes hallazgos matemáticos de una joven investigadora noruega que estaba participando en el cursillo. Y para colmo, durante los dos últimos meses, los mensajes y las llamadas se habían ido distanciando y habían ganado en parquedad e insulsez. Sabía, por malas experiencias, que el tiempo, además de curarlo todo, a veces también corroe las cosas buenas, y hace que olvides los mejores momentos, los favores que te hicieron, los abrazos de personas, que ya sólo parecen sombras, y que alguna vez compartieron contigo una tarde de amor.

La voz de megafonía me sacó de mis reflexiones.

- Atención, el tren procedente de Montpellier llegará con un retraso aproximado de tres horas. Rogamos perdonen las molestias que podamos causarles. Les mantendremos informados.

Dí un brinco sobre mi incómodo asiento de plástico duro. Rogamos perdonen - había dicho la voz robótica, después de anunciar que el tren llegaría con tres horas de retraso- Esto no podía estar pasándome a mí.

- Qué desastre- murmuré en voz alta-

- Y `tanto- contestó el hombre grasiento de la hamburguesa plana- ha sido un accidente terrible.

El corazón se me subió a la altura de la garganta y el estómago sólo Dios sabe en qué recoveco de mi cuerpo había quedado oculto.

- ¿Qué ha pasado?

- El tren ese que viene de Francia, que ha tenido un accidente... Perdone señorita, que el de Gandía ya sale y es el mío.

Aquel hombre desapareció entre la multitud dejándome con la boca abierta y el corazón en desenfrenada carrera. Me levanté de un salto y volví a preguntar.

- ¿Ha habido un accidente? ¿Es esa la causa del retraso?

El hombre de camisa azul tenía el rostro desencajado.

- Efectivamente señorita. ha habido un accidente a la altura de Castelldefells, pero no se alarme. A los usuarios del tren no les ha sucedido nada, aparte del susto, claro está. Disculpe.

¡Dios mío! aquellos jóvenes empleados de Renfe huían más que las ratas de un incendio. ¿No había forma humana de comunicarse con ellos en un diálogo más relajado?

Sonó mi móvil y dí tal respingo que me mordí la lengua. La voz de Rafael sonaba inquieta.

- María -dijo rápidamente- ha habido un accidente.

- Lo sé - respondí- ¿Es grave ¿Estás bien?

. Claro que estoy bien. Han sido cuatro gamberros imprudentes que han cruzado como locos por delante del tren. Ya te imaginarás lo que ha pasado.

- ¡Dios! - exclamé sin poder articular ninguna otra palabra-

Oye - siguió diciendo él- que igual nos llevan en autobús a la estación. Hasta que no venga el juez y ordene el levantamiento de los putos cadáveres... Cuando llegue, cenaremos por ahí si hay algo abierto, y si no, en casa. Algo tendrás en el frigorífico ¿no? ¿sigues ahí? ¿me escuchas?


Colgué para no oírlo. Unos pobres desgraciados habían cruzado de forma temeraria la vía del tren y éste se los había llevado como quien barre una colilla. Y Rafael los había llamado malditos gamberros y putos cadáveres. No podía creerlo. Sentí nauseas. No era éste el hombre que yo esperaba para llevarlo a mi ático donde florecían las margaritas blancas y el sol daba muy temprano sobre la cama. No era ésta la persona para la que me había vestido de princesa y me había pintado como una meretriz. Quizá aquella breve llamada debía ser suficiente para abrirme los ojos. Es posible que ya no fuera necesario esperar ese primer abrazo, o quizá ese primer beso, del reencuentro

Eran ya los ocho de la tarde. El tren, o posiblemente el autobús, tardara aún un par de horas en llegar. Un par de horas de incertidumbre y de dudas. No quise imaginarme ni por un instante el dolor de la gente, el terror que produce la muerte inesperada y brutal. Miré a mi alrededor. El enorme zaguán de la estación se había ido llenando de desconocidos que, sin embargo, hablaban unos con otros agitadamente. El rumor del accidente se había escampado como el agua de un desagüe atascado. Y en mi cerebro dos frases cortas luchaban a brazo partido con la ilusión de la espera: malditos gamberros y putos cadáveres.

De pronto, sentí la necesidad de correr. Salir a la calle y perderme entre el denso trafico. Volver a casa despacio, a mi pequeño ático de enorme terraza y refugiarme bajo mi edredón de verano. Y lo hice. Sólo necesité un par de segundos para decidirme. Apagué el móvil y lo tiré a una papelera. No quería más llamadas estúpidas. La brisa que soplaba en la calle lamió mi melena dorada, que ya había recuperado sus rizos originales, y llenó mis pulmones de aire nuevo. Cogí al vuelo el autobús y me senté junto a una anciana de hermoso cabello gris que observó curiosa mi semblante alterado.

En los últimos meses había aprendido a valorar lo que tenía sin necesidad de ningún libro de autoayuda, fuera poco o mucho, y había dejado de lamentarme a toda hora como una de esas plañideras que en algunos países se contratan para llorar al difunto. Ya estaba bien de fracturas espirituales. Tenía un trabajo mileurista, un ático con dos terrazas, una ducha con radio, seis pares de zapatos, un perchero lleno de prendas negras - por aquello de que los tonos oscuros siempre adelgazan- una vecina que me regalaba tartas cuando estaba deprimida -ella, no yo- y un plan de pensiones en una joven entidad bancaria. ¿Qué más podía desear en estos años de tenaz crisis económica?

Quizá la libertad, y sólo hacía unos minutos acababa de recuperarla.

2 comentarios:

  1. Estupendo relato, Amparo, la mayoría de las ocasiones no tenemos el valor suficiente para afrontar los hechos y nos quedamos en esa antesala de la felicidad con la que tanto soñamos.
    Un abrazo

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  2. Me ha encantado Amparo, no tienes desperdicio alguno la forma que tiene de describir las situaciones. Por algo te admiro desde hace tanto tiempo.
    Un beso muy grande querida amiga.
    Manolo.

    http://labolsadelmercader.wordpress.com/2012/07/08/un-tren-con-retraso-por-amparo-puig-valdes/

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