lunes, 21 de mayo de 2012

Jordi y el Cristo del zaguán

Ayer estuve en casa de mis padres arreglando cosas, mirando papeles, ordenando estanterías y haciendo toda esa clase de menesteres que deben hacerse cuando alguien se va para siempre y deja el que fue su hogar. Como nunca he sido una persona muy propensa a tirar, encontré de todo, y entre esas cosas, hallé un relato que escribí a máquina en el ya lejano año 1979. Confieso que, con su lectura, sonreí, lloré y me emocioné. Por eso, y porque este libro está dedicado a todos los que formáis parte de ese reto, de esa esperanza compartida que se llama Proyecto Lazarus, he tomado la decisión de publicar este sencillo relato que dedico de corazón a Jordi Molina y a toda su familia. Por aquellos tiempos que compartimos y en los que fuimos tan felices. Y también por todo aquello que aún nos queda por disfrutar.

 

Jordi y el Cristo del zaguán

Llueve, y el paseo de las Palmeras brilla como una vieja porcelana bajo la luz blanca de las farolas. Faltan apenas unos minutos para la misa de las ocho de la tarde y la Iglesia- profusamente iluminada- espera la llegada de los feligreses más rezagados.

Sentadas Pilar y yo en un banco de granito del paseo, vemos cómo se acercan los Caris y salimos a su encuentro. La lluvia arrecia un poco más y nos obliga a refugiarnos en el soportal del templo. Dentro comienza el acto litúrgico y hasta la calle llega el tintineo metálico de la campanilla y el suave murmullo del cántico de entrada.
Jordi no se está quieto ni un minuto. Se escapa de los brazos de su madre escurriéndose hasta el suelo, y luego, con sus pasos pequeños, corretea por el vestíbulo, e incluso intenta, en cierto momento, lanzarse escaleras abajo en busca del aire fresco y limpio del paseo. Sin embargo, es entonces cuando se acerca a mí, y yo, cogiéndolo en brazos, lo llevo hasta la imagen del gran Cristo que preside el zaguán.
- Qui es, Jordi? - le he preguntado al crío señalando la figura de rostro doloroso que nos observa desde la cruz.
- Dio....- me ha contestado bajando el tono de su voz hasta hacerla apenas audible- ,

Nos hemos acercado a los pies de la imagen, fríos y ensangrentados, y Jordi los ha acariciado con su manos pequeñas, acompañándose de un melodioso canturreo, algo así como un "Aa...Aa...Aa", lleno de dulzura, tierno y profundo. Después, ha fijado su mirada inocente en los clavos enormes que traspasan los pies del hombre, y volviéndolos a acariciar muy suavemente, ha dicho muy bajito "pupa...pupa".

Para coger cierta perspectiva, Jordi y yo nos hemos separado de la tremenda imagen, y hemos mirado su rostro contraído de dolor y su cuerpo lacerado, humillado, inclinado.

- ¡Que cau, que cau!- ha exclamado Jordi abriendo mucho sus enormes ojos. Luego, repentinamente, se me ha abrazado con fuerza, y escondiendo la cabeza en mi hombro, ha susurrado "susto, susto"

Aunque comprendía su temor perfectamente, yo le he dicho que no, que aquel hombre que dormía en la cruz no podía dar miedo porque era un hombre muy bueno. Jordi ha vuelto de nuevo su mirada hacia él, y con una naturalidad cándida - como sólo los niños pueden hacerlo- ha mirado los ojos semicerrados del Cristo sufriente y le ha dicho "Ayó... Dios", en señal de despedida.

Después, se ha bajado de mis brazos y ha salido corriendo a la calle. En su cochecito de bebé ha encontrado una bolsa de papas que sin tardanza ha entregado a su madre para que se la abriera.

Mientras tanto, la misa ha continuado dentro del templo mientras el coro cantaba el salmo "Cerca de ti, Señor yo quiero estar". Fuera, en el paseo de las Palmeras sigue lloviendo, pero la noche no es fría y apetece respirar profundamente. Al Cristo del zaguán le debe llegar ese olor húmedo y fresco de la tierra mojada. Sin duda, esta noche no siente dolor porque un niño inocente ha acariciado las llagas eternas de sus pies.

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