A Paula nunca le habían gustado las gaviotas. Le parecian grandes, chillonas y descaradas. Hasta que llegó ella aquella mañana de primavera y se posó en el alfeizar de la ventana, picoteando una migas de pan que a ella se le habían caído durante el almuerzo. El primer día la había espantado agitando un trapo de manos; el segundo la había dejado posarse sobre la ropa tendida. El tercero la muy zorra ya se había atrevido a entrar al salón. Ese día Paula pensó que era demasiado grande para encararse con ella. «No vaya a ser—había pensado— que salte sobre mí y me saque los ojos».
Paula era una mujer disciplinada y consecuente. No se había atrevido a salir durante todo el confinamiento. Había cumplido ya los setenta y no estaba para bromas. Le habían traído la compra a casa y se había organizado el tiempo como tenía por costumbre. Había hecho ganchillo, punto de media, patchwork, macramé, sudokus, haikus, pilates... Había cocinado platos chinos, hindúes, incluso se había lanzado al ruedo y había horneado pan. Mientras, la gaviota la observaba desde sus ojos cristalinos. Desde hacía un par de días se había vuelto algo agresiva. No dejaba que ninguna otra entrara en la casa. Defendía a muerte su territorio, a picotazo limpio, chillando, espantando a quien osara acercarse.
Y por fin llegó el cuatro de mayo, el día deseado. El gobierno había dicho que se podía salir de diez a doce, no más. Paula se acicaló como si fuera a la misa del domingo, se pintó solo los ojos porque la mascarilla taparía el resto del rostro. Estaba nerviosa, la inquietud corría bajo su piel como la lava por la ladera de un volcán. Esperaba no encontrarse con nadie, sobre todo con la vecina parlanchina, la que al hablar, se acercaba mucho más de lo debido. Hacía un calor insoportable aquel cuatro de mayo, así que cogió el sombrero de paja y se echó crema solar sobre los hombros y el escote. Tomó aire, La calle estaba ahí, esperándola. Fue a buscar el bolso y las llaves. El bolso estaba colgado en el perchero, donde lo había dejado cincuenta días atrás, pero las llaves... ¿Dónde había dejado las llaves? Buscó por todos lados, incluso en los fondos del sofá, donde solo encontró tres pinzas de tender y dos bolígrafos. Debajo de las camas tampoco había nada, ni en la cesta de la ropa sucia. Hasta que se asomó a la ventana y la vio. Allí estaba. su gaviota, en la azotea de la finca de enfrente, posada sobre unas sábanas blancas que bailaban con el viento. Y de su pico colgaban las llaves.¡ Maldito bicho! —exclamó en voz baja.
Cerró la ventana y se sentó en el sofá con las piernas encogidas como una niña enfadada. Bueno, otro día sería. Tampoco había que precipitarse. Salir a la calle no era obligatorio. «Maldita gaviota»—volvió a pensar antes de quedarse dormida.
Me dejas pensativa, no se si la gaviota era muy lista o un poco borde....
ResponderEliminarHola Amparo. Yo creo que la gaviota era ambas cosas. Quizás pensó que si la señora salía de su casa ella se iba a quedar sin sus migas de pan. Gracias por comentar. Un abrazo.
EliminarHabrá que volver a dejar migas en la ventana y esperar que traiga las llaves, cuando las suelte se le da con la ventana en el pico por entrometida.
ResponderEliminarJa, ja. Son tremendamente descaradas, pero tienen su encanto. Gracias por comentar, Ester. Un abrazo.
EliminarLas palomas y sus hermanas las palomas son aves carroñeras, ¡¡puaff!!, vamos, son hasta capaces de merendarse unas llaves.
ResponderEliminarSaludos
Ja, ja. Es posible. Se comen todo lo que encuentran. Por aquí por mi barrio ahora hay bastantes y eso que vivo a unos seis km. del mar. Se ve que por las playas encuentran poca cosa. Gracias por tu comentario. Un abrazo.
EliminarVaya con la gaviota, si pudiera hablar...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el cuento.
Saludos
Jesús
Hola Jesús. No hay que dejar que las gaviotas nos cojan confianza porque luego pasa lo que pasa. Gracias por comentar. Saludos.
EliminarPues sí, maldita gaviota
ResponderEliminarPues un poco pilla sí que era. Yo creo que está en su naturaleza. Gracias por comentar. Un saludo.
EliminarSoy Laura. Un relato polivalente, divertido y con transfondo.
ResponderEliminarLo del transfondo es una de tus señas de identidad como escritora.
Hola Laura. Me alegra que te haya gustado. Gracias por tu comentario. Estamos en fase 1!!!
EliminarPruebo otra vez a ver si soy capaz de comentar algo.
ResponderEliminarComo siempre es un verdadero placer leerte.
Pero, si no te gustan las gaviotas de Valencia, tendrías que ver las de La Coruña, parece buitres.
Elías.
Hola Elías. Gracias. Las gaviotas son grandes y amenazantes pero lo cierto es que verlas volar es precioso. La del relato era un poco pilla. Gracias por tu comentario. Un abrazo.
EliminarUna gaviota traviesa...
ResponderEliminarBueno, lo son casi todas.
Cada vez hay más en mi ciudad, por todas partes.
Hola Toro. Sí, las gaviotas son muy espabiladas. Mi barrio está a unos seis km del mar, Valencia, pero se ven muchas, cada vez más. Y alguna ratita también. Pero esa es ya otra historia. Gracias por comentar. Un abrazo.
EliminarPobre mujer, después de tantos días de confinamiento estaría loca por estirar las piernas. La gaviota algo abusona. Me alegra saber de ti. Un abrazo, Amparo.
ResponderEliminarHola Maria José. Las gaviotas son bastante picaras. Y esa era una amistad peligrosa. Gracias por tu comentario. Abrazos.
EliminarUy, yo creo que esa gaviota quería que se quedara en la casa, que aún no iba a esar a salvo, una gaviota aangelito de la guarda o algo así. Me ha gustado mucho tu relato.
ResponderEliminarUn abrazo
:)
No habia pensado en esa posibilidad. También tiene alas, como los angelitos. Gracias por tu comentario, Ana. Un abrazo.
Eliminar