lunes, 8 de octubre de 2012

Capítulo IX El secreto de Maurice


capítulo IX

De acuerdo. Estaba decidida. ¿Qué mejor forma de recordar a Ana que llevar a cabo su sueño, el que había sido su proyecto, el que la había llenado de ilusión los últimos días de su vida. Seguramente, era una oportunidad que no volvería a presentarse en mi vida, que no dejaba de ser rutinaria y más bien aburrida. Aceptaría el trabajo de cuidar a Alice, que más que un trabajo era todo un lujo y una buena ocasión para vivir nuevas experiencias en un país diferente. Además, la pequeña iría a la guardería en poco más de seis meses y, sin ninguna duda, su madre, Juliette, mejoraría poco a poco de la aprensión que tenía hacia la niña. Aquella noche, antes de caer rendida, había buscado una respuesta en el cielo estrellado de París, aunque sabia que la respuesta estaba dentro de mí y que apenas tenía elección.
A la mañana siguiente, nada más levantarme, y antes de poder arrepentirme, llamé al móvil de Javier y le dije que sí, que me quedaba en París para cuidar de Alice. El no pudo disimular su alegría, y me comentó que hablaríamos de las condiciones por la noche, a la hora de la cena, a la que, por supuesto, estaba invitada.
Colgué el teléfono y me quedé con la boca abierta. Condiciones de trabajo. Ni siquiera  había pensado en ello. Pero estaba claro que al igual que lo hubiera tenido Ana, yo tendría un sueldo, un horario, un día libre y unas pautas para tratar y educar a Alice. Me pregunté, levemente angustiada, que papel estaba jugando Juliette en el cuidado y la educación de la pequeña. No acababa de tener muy claro si la iniciativa de ofrecerme el trabajo de niñera, la había tomado Javier por su cuenta ante la desidia de Juliette, o si por el contrario, era la propia Juliette la que había delegado aquella tarea en su marido al sentirse impotente para afrontar su primera maternidad. Pero al fin y al cabo, eso eran cuestiones de pareja y en ese terreno tan privado como cenagoso yo no pensaba poner el pie. Bastante tendría con pasar el día con mi adorable  diablillo, que ya caminaba, comenzaba a decir sus primeras palabras y a abrir los cajones de la cómoda, sacando de ellos todo su contenido y dejándolo desparramado por el suelo como un improvisado mosaico romano.
Así que como aquel día era, teóricamente, el ultimo que iba a tener libre, decidí ir a visitar el museo del Louvre, cita obligada que no podía demorar más.
Cogí el autobús porque sabía, por lo que me habían dicho, que la caminata dentro del museo era impresionante. A mi lado, un turista japonés con traje de chaqueta miraba su mapa turístico con la misma intensidad que si trazara un despiadado plan para bombardear la ciudad. Yo, sin embargo, observaba ensimismada las calles, las pequeñas tiendas con toldos anaranjados, las terrazas instaladas a la sombra de los árboles... El trayecto se me hizo corto, y el turista japonés y yo nos bajamos en la parada que había junto al museo. Mientras yo me quedaba quieta mirando hacía todas partes y dejando bien claro que no sabía cuál era el paso siguiente a dar, él emprendió el camino raudo, como si aquella ruta la hubiese ya repetido  muchos días.
Crucé la calle y me puse en la cola de la pirámide de cristal que brilla como un zafiro junto al imponente palacio del Louvre.  Me pareció que la moderna construcción contrastaba hasta el dolor con el edificio de formas clásicas y perfectas,  pero también era cierto que rompía la dureza del paisaje y aportaba un tono futurista a un palacio que venía del pasado cargado con mil historias. Hice unas cuantas fotos y entré.
No pensaba pasarme el día allí, así que me había trazado un plan básico de visita. Suponía que, si iba a quedarme en París, tendría días sobrados para visitar el museo con la atención y la preparación psicológica que, sin duda se merecía. Así, que, esquivando enormes grupos de turistas que atendían a su guía, llegué hasta La Gioconda, un cuadro que no podía perderme; en primer lugar, porque tenía una enorme curiosidad en verlo, y en segundo, porque estaba segura que Javier y Juliette sería lo primero que me iban a preguntar, si había visto la Gioconda.  Allí estaba, después de siglos, con su sonrisa eterna en el rostro, cuestionándonos todavía qué había detrás de ese misterioso gesto socarrón que ya había hecho correr ríos de tinta. Continué andando en busca del pintor que más me subyugaba desde que en el colegio había visto una virgen con niño pintada por él; Murillo. Y ahí sí me temblaron las piernas y tuve que tragar dos veces saliva para aceptar la belleza que puede ser creada por un ser humano. El niño mendigo, de Murillo, del que dicen que estaba despulgándose en el momento en que Murillo captó la imagen. Un instante plasmado con maestría y emoción, un niño cualquiera, un niño de la calle que, sin quererlo ni saberlo,  se eternizó y que hoy vive en un palacio rodeado de reyes dorados,  santos martirizados y dioses paganos.
Pasé a las salas de escultura. Había dos obras que no quería perderme, la Victoria de Samotracia, descabezada, con su túnica al viento, y la Venus de Milo, perfecta en sus insinuantes redondeces,
La inmersión en el mundo del arte y la caminata consiguiente, me había dejado muy fatigada, así que opté por descansar un rato y prepararme bien para la cena en la que se iba a decidir mi próximo futuro. Y en medio de un sinfín de sentimientos y sensaciones encontradas, sólo algo destacaba con claridad: si quería el trabajo, debía caerle bien a aquella mujer inexpresiva, Juliette, cuya fría mirada no reflejaba ningún tipo de sentimiento.
A la hora que en España se merienda, en Francia se cena. Cuando la tarde cae, cuando el sol comienza a perder fuerza y la brisa reclama su espacio, es la hora de cenar. Las terrazas de los restaurantes se llenan de gente que habla y ríe alrededor de una buena botella de vino. La gente pasea, contempla las obras de los pintores callejeros que dan las últimas pinceladas a sus obras junto al Sena, y las parejas bajan a los muelles a susurrarse palabras de amor y a besarse entre las sombras.  Pero yo tenía una cita ineludible y debía estar fresca y lúcida, preparada para afrontar cualquier duda, ágil para responder con inteligencia pero sin orgullo. ¿Sería cierta esa frase que afirma que los negocios y la amistad nunca deben mezclarse?
Cuando Alice me vio entrar por la puerta, sonrió de oreja a oreja y extendió sus bracitos para que la cogiera. Mal empezamos- pensé- . Unas muestras exageradas de cariño por parte de la niña hacia su niñera, podían despertar el instinto maternal de Juliette en su peor versión. Aún así, no pude dejar de hacerle una leve carantoña.
- Estás muy guapa - exclamó Javier mientras me ofrecía una copa- ¿Qué has visitado hoy?
- El Museo del Louvre - afirmé-, bueno, sólo una parte. Aquello es enorme. Hubiera necesitado todo el día y unos buenos patines.
- Y tanto - dijo Javier- ni siquiera yo creo que lo he visitado en su totalidad. Y mira que he ido veces...
- C´est un museé magnifique- intervino Juliette que llevaba puesto un precioso vestido rojo-, ¿Has visto la salle du la Gioconda?
Hice un relato corto de mis andanzas por el Museo. Había tenido la sensación, que evidentemente oculté. de que el arte concentrado es como el dulce, en exceso cansa. Había visitado las salas del Renacimiento, estatuas y siglo XII, y  XIII. En esta última sala me quedé extasiada con un cuadro que desconocía por completo, San José Carpintero, de un tal Georges de la Tour, que representaba a José trabajando en su taller mientras Jesús sostiene  en sus manos una vela que ilumina la escena.  Si embargo, y a pesar de la belleza que me rodeaba,  llegó un momento que mis pies y mi estómago, aliados contra mí, habían dicho basta y me habían sacado del recinto a toda velocidad.
- Habrás visto la Gioconda? - preguntó Javier-
 Por lo visto, no había estado muy atento con mi relato, porque es lo primero que había dicho tras la pregunta de Juliette. Tal y como había pensado, la pregunta no tardó en aparecer, y por segunda vez.
. Era una visita obligada - contesté cortesmente-. Una mujer enigmática, sin duda, pero prefiero a Murillo; es mi debilidad.
Javier hizo un gesto de extrañeza.
- ¿Algún cuadro en especial?
- El niño mendigo. Me fascina.
- Tu sí  me fascinas- dijo Javier riendo-. No sabía que entendieras de arte.
- Y no entiendo- dije con sinceridad- pero una reproducción del niño mendigo salía en mi libro de historia de bachillerato Esa es la explicación.

Juliette pareció entenderme porque el reconocimiento de mi ignorancia le había hecho mucha gracia y reía a carcajadas con un estilo muy francés.
- Yo, sin embargo, me quedo con la Gioconda, la madonna le plus fantastic jamais retratada.
Como la que tenía enfrente. Una mujer enigmática que no dejaba ver lo que ocurría en su corazón y que, sin embargo, sonreía con una sonrisa cómplice y extraña. Llegamos a los postres sin abordar el tema salarial, pero yo no estaba dispuesta a dar el primer paso. Fue Javier quien después de un sorbo breve de vino tinto, se lanzó al tema sin más preámbulos.
- Entonces- dijo mirándome directamente a los ojos-, ¿estas  decidida a quedarte con nosotros?
Afirmé con la cabeza a riesgo de atragantarme con el dulce.
- Hemos pensado - siguió diciendo- que puedes librar un día, los miércoles, que vendrá mi cuñada a quedarse con la niña. Vivirás en el ático, con Alice, y tendrás libertad absoluta en tus salidas y entradas, eso sí, siempre respetando los horarios de la niña. Alice no es alérgica a nada y, como has podido ver estos días, tiene buen carácter y se adapta con facilidad a la gente ¿Hablamos de dinero?
Sentí un pudor inevitable.
- Como queráis, pero no creo que el dinero suponga ningún inconveniente.
Lo cierto era que me daba más apuro hablar de dinero que de sexo.
- El salario será de mil doscientos euros mensuales y, además, dispondrás de diez euros más al día como dinero de bolsillo, y por si Alice necesita algo o para realizar cualquier traslado en    autobús o en metro ¿Qué te parece?
- Me parece muy bien.
Iba a dar saltos de alegría pero no me pareció prudente. De todas formas, y como mi capacidad de disimulo es nula, supongo que mi cara hablaría por sí misma.
-Tenemos previsto que la niña vaya a la guardería hacia el mes de marzo, para que se vaya acostumbrando. Entonces tendríamos que prescindir de ti. Queremos que tengas claro- pluralizó -que se trata de un trabajo temporal
-Está claro.
- Ah. y una última cosa, Como en París hace ya mucho calor y Juliette este año está especialmente fatigada, nos vamos a ir de vacaciones a Normandía. Un viejo amigo de la familia nos presta una preciosa casa muy cerca del mar. Supongo que no tendrás inconveniente en realizar con nosotros ese inesperado desplazamiento.
No tenía inconveniente, pero la novedad me pilló totalmente por sorpresa. No me importaba salir de París, si el trabajo así lo  exigía, pero me daba un poco de mal humor dejar aquella ciudad cuando estaba comenzando a cruzar las primeras palabras con ella. Además, seguro que en la costa atlántica los días eran grises y fríos.  Probablemente, mi rostro debió traslucir algún signo de preocupación porque Javier no tardo en repetir.
- Es una vieja pero acogedora casa con un enorme jardín. El mar está muy cerca y el ambiente es muy tranquilo. Te va a encantar.
- Seguro que sí- afirme sin ninguna convicción-.
Otra vez a hacer maletas. De nuevo un viaje inesperado, la urgencia de abandonar aquel lugar que acababa de conocer para salir en busca de un paraje desconocido. "Los cambios no son tan malos" - me dije a mí misma en un arranque de positivismo- pero no logré convencerme.
- Saldremos el viernes por la tarde.
Sonreí en señal de afirmación y me levanté de la mesa.
- Ya es muy tarde para Alice y creo que se cae de sueño.
En efecto, la pequeña Alice había dejado caer su cabecita sobre el oso memorión mientras mordía el chupete con entusiasmo. Cogí a la niña en brazos, la acerqué a su madre para que le diera un beso, y luego a su padre. Fue él quien me preguntó:
- Qué vas  a hacer mañana?
-pensaba ir al parque..., Está muy cerca y he visto que hay toboganes donde puede jugar Alice.
Al salir hacia la escalera, me detuve un instante a mirar la foto de Maurice, el padre de Juliette.
-Qué sitio más bonito - exclamé-, ¿dónde está hecha la foto?
- En la catedral de Notre Dame, donde estuviste ayer.
Ya en casa, cambié a Alice. Le puse un pijama de fino terciopelo y la dejé en la cuna tapada únicamente con una fina sábana de algodón. Es lo que me habían dicho antes de abandonar la casa con la niña, que nada de dormirla en brazos, que luego se acostumbraría y las consecuencias las pagarían ellos. Afortunadamente, Alice se quedó un rato jugueteando con sus pies y, poco a poco, fue cerrando los párpados hasta quedarse plácidamente dormida.

Me asomé a la ventana. Era todavía pronto para irse a dormir, Paris vivía por los cuatro costados. La gente paseaba y charlaba animádamente bajo los árboles, junto al Sena. Parejas cogidas de la mano, familias arrastrando niños que se caían de sueño, jóvenes que retaban a la noche con la suficiencia de su juventud. Chicas que coqueteaban...  Mi mirada se detuvo. ¿Y aquella chica? ¿aquella chica de larga melena, vestida con un cortísimo y precioso vestido de verano? Me puse de puntillas como si así pudiese ver mejor. Estaba segura de que era Coraline, la joven prostituta que había conocido en la estación de Montpellier. y si no era ella se le parecía muchísimo. ¿Qué hacía en Paris? ¿Qué hacía en la ciudad a la que ella había llamado la ciudad de las sombras? La llamé a voz en grito.
-¡ Coraline!
 Vi que Miraba hacia todas partes como si hubiera escuchado claramente su nombre pero no supiera de dónde venía la voz. Un coche deportivo de lunas tintadas paró junto a ella y bajó la ventanilla. Coraline se agachó para hablar con el conductor y, sin duda, dejar a su vista sus jóvenes pechos. La puerta del coche se abrió y la chica entró confiadamente. Cerré la ventana con una sensación desagradable. Alice dormía en su cuna abrazada a su oso. Puse la televisión En uno de los canales hacían "las vacaciones de mister Bean". Necesitaba reírme a carcajadas, así que la dejé puesta.
Pero, a pesar de las risas y del dulce aroma que entraba a través de la ventana no podía dejar de pensar en Coraline, en aquella pobre niña que, probablemente, en esos mismos instantes, vendía su cuerpo joven en las sombras de París.








1 comentario:

  1. Es interesante. Me quedo con las ganas de leer el capítulo siguiente. Algo va a ocurrir.
    Por cierto he tenido que retroceder al capítulo V para leer sobre Coraline. Ya no me acordaba de quién era. Con esto quiero decirte que no dejes pasar tanto tiempo entre capítulos, por favor.

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