domingo, 27 de mayo de 2012

Una casa en la colina





El camino subía serpenteando la suave colina. Había sido trazado muchos años atrás, y en su orilla, de cuando en cuando, se producían pequeños desprendimientos que causaban leves avalanchas de tierra ladera abajo.

Una flora exigua y agotada, pegada a la arcilla rojiza, achicharrada por el sol, se extendía a uno y otro lado del camino, llenando de pequeños puntos verdosos la tierra reseca. Algún algarrobo abandonado recordaba que en aquel lugar, alguna vez, hubo una agricultura cuidada a la que alguien dedicó todo su tiempo.

Hacía demasiado calor para ser un día de mediados de abril. No faltaría ni una hora para el anochecer, y el sol destacaba en el cielo azulón como una mandarina madura. La calma era abrumadora.

Antonio detuvo su caminata para recuperar el aliento. El camino ascendía sin piedad y las piedras sueltas dificultaban más la fatigosa ascensión. Miró hacía atrás y sintió un leve mareo. Había recorrido sólo un par de kilómetros y estaba exhausto, Una vez más se preguntó por qué había dejado aparcado el coche junto a la antigua era y había decidido seguir el camino a pie.

Al final de aquel angosto sendero estaba la casa, una casa de dimensiones desproporcionadas que su abuelo Vicente había hecho construir muchos años atrás, lejos de todo y de todos. El abuelo había muerto hacía unas semanas tras una larga e insoportable enfermedad, y contra todo pronóstico - él no era precisamente el nieto preferido- le había dejado en herencia la vieja casa y las tierras que la rodeaban.

Había sido difícil volver allí, y aunque los recuerdos de su infancia en aquel lugar estaban adormecidos por el tiempo, era consciente de que nada mejor para despertarlos que volver al lugar donde nacieron. Por esa razón, había decidido que la visita sería muy rápida. Un vistazo por las viejas estancias, una mirada para ver cómo estaban los tejados, un breve paseo por el jardín, unas cuantas fotos de todo ello, y de vuelta a casa.

Cuando se encontraba a sólo unos cien metros del caserón, volvió a detenerse. Esta vez no le faltaba el aire, pero quería observar a la suave luz de la puesta de sol, aquella muestra de prepotencia construida sobre un promontorio de rocas para parecer aún más alta, maquillada de cal para brillar en los mediodías más radiantes. No sería complicado venderla. Por caserones mustios como aquel, había gente dispuesta a pagar miles de euros, y él estaba preparado para escuchar y aceptar la mejor de las ofertas.

Prosiguió el camino ya sin esfuerzo, mientras miraba a uno y otro lado y su mente se iba abriendo de par en par, trayéndole al presente voces ya ausentes, perfumes olvidados, sonidos que nunca más había vuelto a escuchar.

Ya faltaba poco, Un par de curvas y entraría por la puerta de madera y hierro forjado que daba a lo que en su día, había sido un tupido jardín de espesos setos donde crecían los lirios azules y las rosas blancas. Ahora, sin embargo, aparecía lleno de hierbas que, abrazadas unas a otras, formaban un remolino impenetrable. Comprobó desde lejos que ya no estaban los dos bancos de obra recubiertos de coloristas azulejos donde, después de cenar, se sentaban a contar interminables historias de familia. Le recorrió un escalofrío por el cuerpo al recordar la foto del tío Mateo, situada a los pies de la escalera principal, con esa mirada fija y ausente que no dejaba ver claramente si en el instante que se la hicieron estaba vivo o muerto.

Por fin había llegado, y la sensación de inquietud que tanto había temido, ahora le dominaba por completo. Tenía prisa, prisa por echar una ojeada y salir lo antes posible de aquel odioso lugar. La casa, a aquella hora incierta del atardecer, aparecía desafiante en su grandeza, insolente en su soledad, digna a pesar de todo, en medio de su abandono.

Antonio sacó la vieja llave de su bolsillo y abrió el candado del portalón. Las hierbas silvestres habían crecido libremente y era imposible adivinar el trazado del estrecho sendero que algún día recorrió el jardín. La naturaleza había ido tomando posesión de cada rincón, de cada glorieta, hasta convertirlo todo en una improvisada selva donde, sin embargo, la armonía era sorprendente. Verdes azulados, marrones pálidos, tonos oliváceos junto a pequeñas flores amarillas. Un jardín espontáneo, alimentado a fuerza de abandono y olvido. Antonio Saltó sobre la maleza dando pequeños brincos como un gazapo asustado, evitando pisar la tapa del aljibe, una construcción esférica y profunda que se había construido muy cerca de la casa para recoger el agua de la lluvia. Poco a poco, los recuerdos iban llegando a bandadas, como los vencejos en los meses de verano, y le golpeaban con la fuerza de una vara de hierro sobre su espalda. Al fin, alcanzó la pequeña escalinata que conducía a una desnuda terraza desde la que se accedía a la casa. Antes de entrar, miró a su alrededor como si presintiera la presencia de todos aquellos que la habían habitado, como si cada risa, cada llanto, cada gesto, se hubiera quedado adherido para siempre al aire recalentado de la tarde.

Cuando abrió la puerta de la casa, un olor a cerrado impregnó sus pituitarias y pasó rápidamente a sus pulmones. Había esperado encontrar un lugar triste y desolado pero no fue así. El sol de la tarde que entraba por el gran ventanal situado sobre la escalera, iluminaba las motas de polvo que flotaban en al aire como pequeñas nubes. Las baldosas del suelo, que antaño fueron de un color rojizo, ahora aparecían blancas comidas por babas de humedad que emergían como minúsculas colinas de salitre. Aún así, y a pesar de que el ambiente no le resultaba tan lúgubre como había supuesto, tenía la extraña sensación de que no estaba solo en aquella casa abandonada. Era como si alguien siguiera sus pasos, a su mismo ritmo, tan pegado a su cuerpo como un halo invisible.

Debía concentrarse y no dejarse llevar por fantasías indeseables, Se apartó el cabello de la frente como queriendo desechar los malos pensamientos, y fue a descorrer las pesadas cortinas de terciopelo para poder abrir las ventanas. Necesitaba que la brisa húmeda que soplaba aquella tarde airease cada rincón de la casa para que la vida volviera a fluir por los oscuros corredores y las habitaciones vacías.

Subió por la escalera forrada de madera, sintiendo como crujían los escalones, en otra época brillantes y barnizados y ahora comidos por termitas voraces que habían hecho de aquellos nobles peldaños su sórdido hogar. La puerta de la que un día fuera su habitación estaba cerrada, pero un leve empujón bastó para que se deslizara sobre el suelo como una grácil bailarina. Todo estaba igual, en una espera contenida e interminable. El viento había abierto allí las contraventanas que ahora golpeaban violentamente unas contra otras. Era, sin duda, el anuncio de la tormenta que las previsiones del tiempo habían anunciado para esa noche. Antonio cerró las ventanas en un intento vano de sentirse protegido y salió de la habitación sin detenerse a mirar nada más. Allí estaba su cama cubierta por una vieja colcha floreada, su deslucida mesa de estudio y una estantería donde aún permanecían algunos libros polvorientos. Una vez en el salón, apiló unos cuantos troncos de leña seca en la chimenea y encendió fuego. Repentinamente, la casa pareció otra.

Sentado frente al fuego que chisporroteaba con entusiasmo, Antonio sintió otra oleada de recuerdos que empujaba su ánimo hacia el pasado. Estaban allí, atrapados entre aquellas cuatro paredes, esperando su llegada durante años, ávidos de saldar cuentas, de obligarle a mirar hacia atrás, allá donde el tiempo era incierto y oscuro. Incluso la incipiente tormenta parecía prevista en aquel guión garabateado por los fantasmas del pasado. Había dejado el coche aparcado al pie de la ladera, a unos cuantos kilómetros cuesta abajo. Y ahora comenzaban a caer las primeras gotas. La noche se había adelantado y el abrazo de la casa se cerraba en torno a él, haciéndole sentir que había caído en una trampa inesperada y cruel.

No podía demorar más el encuentro con su pasado. Se levantó despacio, fue hacia la despensa y una vez allí, encendió la luz del pequeño habitáculo situado en el hueco que había bajo la escalera principal. Apenas quedaban dos botes de porcelana blanca para las legumbres y unos cuantos vasos de vidrio tallado. Sin embargo, en aquel cuartucho invadido por la humedad, se encontró a sí mismo, cuando aún era un niño, arrinconado contra una esquina, con los mocos cayendo sobre sus labios y las mejillas aún enrojecidas por los bofetones. Cerró los ojos y sintió nauseas. Ahora, ya sin compasión, los recuerdos venían en tropel, empujándose unos a otros, buscando un hueco para instalarse en el presente.


Ella estaba enferma, muy enferma, pero el abuelo no había querido mandarla a ningún hospital para dementes, como le había aconsejado don Ramón, el médico del pueblo. Tenía crisis intermitentes, e Igual lloraba que reía, pero sobre todo gritaba, gritaba sin motivo ni razón, y aquella tarde Antonio fue su víctima.

De un certero balonazo, él había roto el valioso jarrón que su abuelo había comprado en un anticuario de Palma de Mallorca durante el viaje de novios. Cuando ella vio el destrozo, enloqueció, perdió por completo los estribos. Le pegó hasta que se quedó sin fuerzas y luego lo arrastró hasta la despensa. Sin mirarle siquiera, lo dejó allí encerrado horas y horas. La reducida estancia no tenía luz por aquel entonces y Antonio- Tonin como le llamaban en su niñez- podía sentir cómo las arañas de patas largas se paseaban por sus pantorrillas haciéndole desagradables cosquillas. Lloró de impotencia hasta que se quedó dormido. Sabía que nadie podía escucharle. El abuelo estaba de visita
en el pueblo, y la cocinera que acudía a la casa diariamente, no había llegado todavía. Pasaron muchas horas hasta que escuchó pasos que se acercaban y la puerta se abrió. Era su madre y en la mano llevaba un mendrugo de pan y una manzana.

- Me voy al pueblo -. le dijo, y después volvió
a cerrar la puerta con pestillo-


 

Antonio cerró los ojos anegados en lágrimas para no recordar más. Salió de la despensa y regresó al calor del fuego. Sudaba a chorros a pesar de que la casa comenzaba a quedarse helada. Afortunadamente, el impertinente sonido del móvil le arrancó de su pesadilla.

- ¿Antonio Martí?

La voz sonaba dulce y aniñada.

- Soy yo.

-Llamo de la inmobiliaria con la usted se puso en contacto para la venta de una casa... No se si me recuerda.

- Claro que la recuerdo. Dígame. Precisamente, estoy en la casa.

- ¡Oh, estupendo! - exclamó la voz cantarina al otro lado del hilo- Sólo le llamo para recordarle que debe hacer usted un buen número de fotos, tanto de la casa como del jardín. Evite sacar paredes con desconchados o rincones deteriorados. Después, ya escogeremos las más idóneas.

- Muy bien. Las haré mañana. Está diluviando y todo se ve ahora muy triste. El jardín no es ni sombra de lo que fue.

- No se preocupe. Usted haga las fotos y ya las vemos.

- De acuerdo.

- Que pase una noche agradable.

El sonrió aunque ella no pudiera verlo.

- No estoy tan seguro.

Su interlocutora rió exageradamente y colgó. Era ya muy tarde. Antonio la imaginó cerrando su carpeta de ventas. cogiendo su bolso y su chaqueta y saliendo a la oscuridad de la calle con la sensación del deber cumplido. Vender una mansión como aquella debía tener sin duda una buena comisión y Antonio tuvo la certeza de que aquella vieja y destartalada casa pronto se convertiría en el sueño de algún ingenuo. La llamada de... ya no recordaba su nombre, cortés y muy profesional, le había devuelto por un instante a la realidad, a la ansiada y monótona tranquilidad del día corriente.

Debía ser práctico. Las fotos las haría al día siguiente, así que buscó su ajada mochila con la mirada y la encontró en un rincón del zaguán. Había traído un par de bocadillos, una caja de galletas y un refresco, por si acaso. Una vez más, Recordó la voz de su maestra de primaria: sed siempre precavidos. Nunca se sabe lo que puede pasar". Aquella sentencia, repetida y escuchada hasta la saciedad en sus años escolares, ahora le parecía un sabio consejo. Con aquel ligero avituallamiento, se instalaría en el salón, junto a la chimenea, y aguantaría el chaparrón. Al fin y la cabo sólo era una noche, una noche de perros pero que, como todas, moriría con el amanecer.

Más animado, salió al jardín para cerrar la puerta principal que había dejado entreabierta. Caminó despacio sobre la hierba húmeda y pasó de nuevo junto al aljibe. Esta vez se quedó paralizado. Volvió a sentir aquella angustia repentina y el sudor helado por toda su frente. Aún podía escuchar sus gritos desesperados, gritos que pedían ayuda en una noche tan parecida a aquella. Había sido después de otra de sus trastadas, no recordaba ya cual.


Estaban por aquel entonces construyendo el aljibe y había un enorme socavón en medio de la glorieta. Su madre le había dado el primer tirón de pelo en la cocina y él había salido corriendo al jardín como alma que lleva el diablo. Y sin duda el diablo no debía andar muy lejos. Corría tanto que le lloraban los ojos y ni miraba por donde iba en su loca carrera. No quería volver a la despensa, y sólo sentía que ella corría detrás de él con los nervios perdidos y la cabeza enloquecida. Fue entonces cuando escuchó un ruido sordo y luego un gemido de dolor. Había una niebla baja y pegajosa y al girarse, no vio a nadie. Sólo sintió pánico, un pánico indescriptible que le obligó a seguir corriendo. Entró en la casa, subió al desván, y se escondió llorando tras un viejo arcón de madera. Así pasó mucho tiempo, o quizás sólo minutos, mientras cálidos lagrimones se deslizaban por sus mejillas hasta encontrar la tierna curva de su cuello.


Antonio se frotó la frente con fuerza como si quisiera arrancar de cuajo aquellos amargos recuerdos. Volvió a la casa metiéndose en todos los charcos que encontraba a su paso, evitando de cualquier forma acercarse a aquella construcción odiosa que ahora aparecía casi oculta entre la maleza. Entró precipitadamente en la casa y cerró de un portazo. Le faltaba el aire, más por la ansiedad que por la carrera. Fue hasta el salón donde había dejado el fuego encendido y se sentó frente a él. Debía controlar la respiración y evitar de cualquier forma el pánico. Debía pensar en positivo, buscar recuerdos amables que acariciasen su alma y relajasen su espíritu, pero no podía Si realmente era cierto que los fantasmas existían, debían estar allí, junto a él, susurrándole al oído lo que no quería escuchar.


Su abuelo lo encontró dormido en el desván. Temblaba de frío y de miedo. Lo arropó con una manta mientras le comunicaba que su madre se había caído en el aljibe y había estado inconsciente durante muchas horas. El no dijo nada. Las palabras no salían de su boca. Era como si se hubiese quedado mudo y, además, tenía hambre y miedo
. Su madre cogió una neumonía que no pudo superar. Las horas transcurridas en aquella húmeda sima le habían pasado una factura mortal. Un mes después del suceso, ella murió. A él nadie le dijo nada. Nadie quería saber qué hacía ella corriendo por el jardín. Nadie le preguntó qué hacía él escondido en el desván. Sólo su abuelo le dio un abrazo capaz de romperle todas las costillas.


- ¡Fuera, fuera fantasmas de mierda!- gritó Antonio en voz alta como si estuviera siendo atacado por un enjambre de abejas-. ¡Yo no hice nada! ¡no hice nada! Sólo era un niño asustado.


Las tímidas lágrimas que habían comenzado a brotar de sus ojos como perlas sucias, se convirtieron en un sollozo profundo, prolongado, silenciado durante años. Sus gritos desencajados habían roto un silencio pactado consigo mismo, y ahora parecía que la casa cobraba vida, que cada madera, cada puerta, cada cortina, era un reproche, una mirada pérfida, una sutil amenaza. De repente, en el primer piso se abrieron las contraventanas y el aire de la tormenta entró arrastrándolo todo a su paso. Miró a su alrededor con tristeza. Nadie podía ser feliz en aquella casa impregnada de miedo y dolor. Estaba convencido. El fuego crepitaba frente a él. Y le hablaba. Igual que le hablaban las puertas, las paredes, los pasillos. Sin saber cómo, llevó la vieja alfombra de lana hasta la chimenea. La mas leve chispa podía encenderla. La acercó aun más hasta que prendió por uno de sus extremos. Después, se levantó despacio, cogió su mochila y salió del salón cerrando la puerta tras de sí. Salió al jardín sumido en la oscuridad. Pero cuando atravesó la verja, el resplandor de las llamas ya podía verse tras las ventanas. Antonio suspiró y aceleró el paso en dirección a su coche. Al cabo de unas horas todo habría acabado.

2 comentarios:

  1. Magnifico como siempre Amparo.

    Te mando el enlace para que le heche un vistazo como siempre.

    Un beso cariño.

    Manolo


    http://labolsadelmercader.wordpress.com/2012/05/28/una-casa-en-la-colina-por-amparo-puig-valdes/

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  2. Impresionante. Tienes una imaginación portentosa y una narrativa ágil y atrayente, que te sumerge en la historia.
    Muy bueno.

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