domingo, 23 de octubre de 2011

Marcelo


La relación no comenzó bien. En aquel verano ardiente de días interminables, la adrenalina estaba a flor de piel y los nervios se perdían con más facilidad que las llaves.
Aquella mañana él estaba tumbado sobre la cama con una mirada indolente. No sé ni cuando había entrado a casa. Era muy tarde y mi tren salía en apenas media hora. Le dije con firmeza que se fuera, pero hizo caso omiso.
Furiosa, encendí la luz de la habitación, abrí la ventana de par en par y me planté en jarras frente a él.
- Venga, vete – le dije- tengo que cerrar la casa.
Pero no hizo ningún movimiento.
Auello ya me sacó de mis casillas. El sudor corría por mi espalda como si brotara de un manantial inagotable. Pero yo estaba agotada y tenía mucha prisa. Alcé la voz una vez más.
- Vete.
Por fin saltó de la cama como una gacela y me plató cara. Ví la violencia reflejada en sus extraños ojos verdes.
Todo fue muy rápido. Yo hice ademán de darle una patada, pero él se me adelantó. Su agresión me dejó desconcertada, aterrada. Vi que la sangre corría por mi piel y pude escuchar mi propia respiración entrecortada.
- lárgate de una vez- repetí entre lágrimas.
Pero no eran lágrimas de dolor sino de rabia.
Pasaron los meses, y a pesar de todo, él siguió viniendo a casa. Contra todo pronóstico, aquel agresivo comienzo no tuvo continuidad. Poco a poco, el entendimiento se fue abriendo camino en el que yo creía un abismo para el que no había puente posible.
Llegó un momento en el que nos entendíamos con sólo mirarnos, y un día de principios de otoño surgieron las primeras caricias, los juegos y las risas.
Los días se hicieron más cortos y por las mañanas soplaba una brisa fresca que animaba a tirarse sobre los hombros una rebeca de algodón. Las hojas comenzaban a caer de los árboles y la gravilla de los parques se cubrió de una alfombra de tonos ocres y amarillos
Aquell mañana gris yo estaba dándome los últimos retoques frente al espejo del cuarto de baño. Un poco de colorete, rimmel ¿dónde? si ya apenas tenía pestañas. Escuché un ruido cerca de mí. Me volví a mirar y allí estaba él, junto a la puerta, esperando no se qué.
No lo había oído entrar, pero sin duda había vuelto a dejarme la puerta abierta.
- Tengo prisa – le dije esta vez sonriendo- pierdo el tren.
No dijo nada y siguió esperando junto a la puerta.
Salí del cuarto de baño, apagué la luz, busqué el bolso, me cercioré de si llevaba las llaves y el móvil y salí a la calle cerrando de un portazo. Ví que él me seguía con pasos cortos.
- ¿Me acompañas?
Llegamos a la estación con apenas cinco minutos de tiempo. La gente iba y venía con tal ansiedad como si en ello le fuera la vida. Mi tren llegó a su hora, abarrotado como siempre.
Antes de subir me volví hacia él y le dirigí una mirada que quería decirlo todo, pero no se si llegó a enterderme.
Aquel gato enorme de pelaje atigrado me había ganado el corazón.

1 comentario:

  1. Bonita historia que no me ha defraudado.
    Tu calidad para la narrativa, sigue siendo tan buena como hace treinta años a tras.

    Un beso

    Martin Lasky

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