domingo, 25 de agosto de 2013

El laberinto


Hace cinco años, o seis - creo que he perdido la cuenta- salí de aquel lugar para no volver más. Las brujas pirujas que vivían en la casita de chocolate  se deshicieron de mi como de un trapo sucio.  Aborrezco aletear sobre los malos recuerdos, extender mis alas chamuscadas sobre el tiempo perdido, sobre la sombra alargada y gris de lo que alguien calificó fracaso. Entonces - diréis- ¿por qué vuelvo? ¿acaso me gusta revolcarme. en los malos recuerdos como los cerdos en el fango? ¿Es posible que no sea capaz de dar un sonoro carpetazo a mi propio relato? No es nada de eso o quizás es todo eso. Pero os voy a relatar lo que sucedió luego, donde el pasado y la vida se alían en extraña simbiosis para intentar desandar lo andado, aunque nunca sea posible. 
Dos días después de salir de aquel inhóspito paraje para no volver jamás, me desperté a medianoche. Era octubre, ya no hacía tanto calor, pero yo no podía dormir. Abrí los ojos con dificultad. Lo cierto es que los tenía hinchados de tanto llorar y se habían convertido en una delgada línea rodeada de pobres pestañas. Dí una patada a la sabana y observé con preocupación que en la habitación no estaba el gato. Miré hacia la ventana por la que debía haber entrado la luz de la noche y comprobé con terror que tampoco había ventana. Me senté en la cama y comencé a hiperventilar. Si no veía la luz de la ventana era que me había quedado ciega de un día para otro. O quizás, en el mejor de los casos, todo era una  estúpida pesadilla. Sabía, por experiencia, que el stress es un arma de destrucción íntima y masiva porque acaba con todos tus sentimientos, pero deja a salvo tus resentimientos Respiré hondo, intentando controlar la situación, pero no pude. Mi habitación había desaparecido como perro flaco en la niebla. Cerca de mi había una sombra. La toqué y sentí que me pinchaba. Era un arbusto, un arbusto que no olía a nada, que brillaba como jade a la insultante luz de la luna llena. Estaba dormida o perdida o, más posible, el dolor me había vuelto loca, loca como una puta cabra. 
Me volví a dormir agotada, agarrada como una bestia a una rama frondosa de boj. Y soñé que en algún momento de aquel último día, alguien -sólo alguien- me tendía una mano mientras mis manos se agarrotaban en una convulsión que sólo logró calmar un valium que algún ángel drogodependiente llevaba en el bolso. 
Cuando desperté, el sol estaba alto en un cielo limitado. Miré a mi alrededor. Un camino de tierra entre altos matojos se extendía ante mí como la única salida. Lo seguí. Al cabo de unos metros, el camino se bifurcaba en otros seis y así fue sucediendo durante cientos de metros. Al final, lo asumí. No estaba loca ni dormida. Estaba perdida, perdida en un enorme y siniestro laberinto.
Al principio fue horrible. Vagaba como un espectro por senderos apartados intentando encontrar a alguien que fijara sus ojos en los míos. Me preguntaba: ¿Cómo puede continuar la vida fuera del laberinto? ¿Acaso nadie se ha dado cuenta de mi ausencia? Si alguien se dio cuenta, no le importó demasiado. El silencio se hizo mi aliado. Me cansé de buscar entre las ramas, de husmear una esperanza entre las sendas que parecían reír a carcajadas, cerrándome y abriéndome el paso a cada tanto.
Muchas lunas y muchos soles después, encontré personas- e incluso gatos- vagando por el laberinto. Hablaba con ellos sin palabras. Caminaba junto a ellos. Comencé a pensar que aquello no era tan malo, que algunas miradas se habían cruzado con la mía, que alguna u otra sonrisa se había dibujado en rostros ajenos, otrora desconocidos, anónimos. La costumbre cayó sobre mi piel como una segunda piel. El entorno dejó de amenazarme y por las rendijas de mi inquietud comenzó a colarse una brisa fresca, mañanera, que secó las lágrimas de mi mirada y me obligó a ver más allá.
Hoy, después de cinco o seis años, vivo en el laberinto. A veces no es fácil. A veces es difícil. He conocido a otros, pero ya no vagamos como espectros perdidos sino como brillantes duendes. La risa ha vuelto a aflorar a mi rostro mientras aprendo a escribir entre líneas, con reglones torcidos o cabeza abajo. Es posible que nunca encuentre la salida de este espeso acertijo de caminos, pero ya no me importa. Todo lo que me interesa está aquí adentro. Y lo que quedó fuera, está lejos, difuminado en la remenbranza, perdido en un tiempo que si fue, ya no merece la pena.
Porque a veces el laberinto es el único camino. 

2 comentarios:

  1. Desasosiego.
    Esa es exactamente la sensación que me ha producido la lectura de este artículo.
    Como cuando te sucede algo que no comprendes y te pasas todo el tiempo preguntándote: ¿Porqué?¿Porqué? ¿Porqué? ¿Porqué, a mí?
    Horrible.
    Horrible la situación. El relato, impresionante.

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  2. Gracias Elías. El relato ha nacido de lo más dentro de mí. Pero incluso a las situaciones angustiosas, laberínticas, acabas acostumbrándote.

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