domingo, 29 de noviembre de 2015

¿Para cuándo la esperanza?



Otoño de luces mínimas, húmedas enmarañadas en sí mismas. Con domingos tristes como entierros tristes en este mes que ya de una puta vez se acaba y que nos ha traído lágrimas a raudales y raudales de llantos. El ser humano apenas es ya humano. Se está convirtiendo en una rata de alcantarilla, en una metamorfosis inversa, perversa, confusa, cruel. Cuánto dolor en este noviembre de imágenes que se quedan en la retina como ese fogonazo del sol queda prendido en la mirada si lo miramos fugazmente. 
¿Para cuando la esperanza? ¿Para cuando esa solidaridad tan cacareada que se convierte en un graznido con el que asustar a los más indefensos? Esos cadáveres de París, de Mali, de Túnez, de Estambul, de Siria. Esos niños refugiados durmiendo en el bosque y apenas tapados con un par de mantas.  Esas palabras locas de locos enloquecidos que invitan a matar ¿Para cuando la esperanza? Y ahora para colmo, la Navidad, con el bolsillo casi desierto, con el trabajo precario, con tantas ausencias, con el dolor de tanto mundo susurrando por el mundo. Como reza un breve texto que va circulando por las redes sociales, este año no vendrán los Reyes Magos. Tres hombres de Oriente, barbudos, en camellos y cargados con un montón de cajas sospechosas. La frase te hace sonreír pero la sonrisa se te queda helada en los labios cuando comprendes la intolerancia que se esconde detrás del chiste. 
¿Para cuándo la esperanza? Lo confieso, esta vez no he dicho  No a la guerra. La verdad es que no he dicho nada. Porque hay una débil y molesta voz de la conciencia que me dice que con ese No a la guerra,  Daesh o como quiera llamarse ese grupo de desalmados, estará dando brincos de alegría. Y recordad que aquel que no teme a la muerte es el ser más peligroso de todos. 
Perdonadme que en este domingo triste y black de noviembre os ponga mis dudas sobre la mesa. Mañana la vorágine de la rutina pondrá las cosas en su sitio y volveré a pensar en horarios, comidas cenas, lavadoras, trabajo y prisas, muchas prisas. ¿Pero quedará lugar para la esperanza? Yo intentaré hacerle un hueco. 

domingo, 22 de noviembre de 2015

La partida de cartas. II parte.


Los jóvenes siguieron jugando mientras el animal iba adoptando la forma de una bola esponjosa y suave. De vez en cuando les miraba de reojo, desconfiado, pero pasado un tiempo, el gato bostezó, se desperezó y  fue hacia la escalera. Fuera, la lluvia caía con violencia inusitada.
- ¿Dónde irá el minino? - preguntó Suso-.
- A por la abuela de Juan - repuso Josema bajando la voz-. ¿No habéis oído hablar de aquel gato que presentía la muerte? Y vivía en un asilo. Imagínate...
- No me cuentes historias - dijo Juan un tanto molesto-. Eso son leyendas urbanas.
- Eso son las feromonas - sentencio Sebas mientras miraba sus cartas atentamente.
- ¿Feromonas? - rió Juan-. pero si tu ni siquiera sabes lo que son las feromonas. .
-  Pero me suena a gato - respondió Sebas haciendo un gesto de garra con la mano.-
- No tenéis ni puta idea - afirmó el Suso-. Cuando uno empieza a morir huele raro...
- Tu si que hueles raro, cabrón - dijo riendo Juan.
- Qué si, que lo leí en la red. Cuando el cuerpo empieza a palmar da así como un olor y los gatos se dan cuenta. Tienen mucho olfato.
Juan detuvo en el aire la carta que iba a lanzar sobre la mesa.
- ¿Estás insinuando que mi abuela va a morir pronto?
- Pregúntaselo al gato - respondió Josema.
Todos rieron. Suso se atragantó y tosió ruidosamente.
- ¡Joder! - exclamó-, entre el gato, la abuela y el maldito diluvio que está cayendo, aquí no hay quien juegue. Mañana más.
- ¿Una última cerveza? - invitó Juan frotándose las manos junto al fuego-.
- Yo no - rechazó Suso-. Me abro. He madrugado y estoy hecho una mierda.
Suso dejó sus cartas sobre la mesa, se acercó al fuego y éste iluminó su rostro terso y pálido como el de un adolescente.
 - Nos vemos.
Fue entonces cuando el gato apareció sigilosamente. Se había agazapado junto a la mesa camilla, en un inquietante silencio. Cuando Suso salió de la casa salió tras él. Juntos atravesaron el jardín. Juntos se perdieron en la oscuridad de la calle. Suso volvió a toser. La lluvia había cesado dejando paso a una noche despejada y silenciosa.

martes, 17 de noviembre de 2015

La partida de cartas (I parte).



La abuela vivía en un chalet solariego a las afueras de una ciudad provinciana. Lo había heredado de su padre, y éste a su vez del suyo, El chalet estaba rodado de una verja de hierro forjado que no conseguía ocultar un jardín tan grande como abandonado a su suerte. 
Todos los sábados por la noche, su nieto Juan se quedaba en la casa para hacerle compañía. La cuidadora habitual, Gilda, una joven boliviana, libraba y pasaba fuera de la casa todo el fin de semana.
 Juan llegaba sobre las nueve de la noche, le preparaba la cena a su abuela, veía las noticias con ella y la ayudaba a acostarse. Cuando se quedaba dormida, él encendía la televisión o comenzaba a navegar con el móvil hasta quedarse dormido en el sofá, frente al fuego en brasas de la chimenea. Fuera, en el jardín, solía escuchar extraños ruidos que era mejor no saber de dónde procedían.
Un día, la anciana le dijo a su nieto que si se aburría podía traer a sus amigos, siempre que no armaran mucho jaleo. El al principio denegó la invitación, pero luego se lo pensó con calma. ¿Por qué no trasladar la partida de los jueves al sábado? ¿Por qué no cambiar el gélido garaje del Josema por la calidez del chalet de la abuela?
Lo comentó con los amigos en la primera partida del jueves. Era una noche húmeda y una leve neblina besaba el asfalto hasta humedecerlo. Siempre hacía frío en aquel garaje situado en la planta baja de un edificio de los años cincuenta. Los amigos no estaban por la labor pero Juan insistió.
- Tendremos chimenea, alfombra persa y pastas de te- aseguró-.
- Y un anisete - contestó riendo el Sebas- Sólo nos falta rezar el rosario después de la partida.
Juan era terco como una mula.
- Venga, y me hacéis un favor. La casa de mi abuela no tiene comparación con esta mierda de garaje.
Los amigos guardaban silencio esperando que fuera otro el que dijera la primera palabra.
- Y la bebida la pago yo.
Era su última carta.
- Haber empezado por ahí, cabrón - exclamó Suso-. El sábado en el chalet de la abuela. Aquella noche de sábado hacía un viento furioso que barría las hojas caídas de principios de otoño. Pasadas las diez, Juan escuchó el sonido de los pasos de sus amigos sobre la gravilla y fue a abrir. Sebas, Suso y el Josema permanecieron un instante en el vestíbulo, mirando hacia todas partes, como si de repente se hubieran visto inmersos en un sueño inesperado. 

- Joder, qué mansión, Juan. ¿Y tu abuela? - preguntó Sebas sin sacar las manos de los bolsillos.
- Duerme ya, así que no podemos armar jaleo. El que levante la voz se va a ir con el enano del jardín- sentenció-, y no puedo aseguraros que se esconde entre tanta maleza.
- Hemos traído leña - afirmó Suso con una frágil sonrisa en los labios.
- Bueno, hemos robado unos basquets de la frutería - aclaró Josema-, pero es por una buena causa.
Nada más cerrar la puerta pareció que la noche desapacible nunca hubiera existido.  Encendieron el fuego y las dos infames lámparas de pie que había a ambos lados del viejo aparador. Fuera comenzó a llover, al principio con suavidad; luego, intensamente.
-¡Ful de tréboles!- exclamó Juan poniendo las cartas sobre la mesa.
La lluvia arreciaba y salpicaba los cristales medio ocultos por gruesas cortinas de terciopelo. 
- Debe ser la gota fría. Joder, como llueve - susurró Sebas mientras se levantaba a azuzar el fuego-.
En ese momento, un sonido, como un largo quejido, se escuchó desde el jardín.
- ¿Habéis oído eso? - inquirió Suso-.
- Será la abuela que sueña en voz alta - sugirió Josema-. Sube a ver, Juan.
- No - repuso éste-. Yo creo que el sonido viene de fuera.
- Pues parecía un lobo.
- ¿Cómo va a ser un lobo, gilipón? - se indignó Suso-.
El sonido llegó de nuevo. Era como un lamento continuado. Sonaba muy cerca.
- Es un gato, creo. Ve a ver.
Juan se levantó con desgana, salió del salón, atravesó el vestíbulo y abrió la puerta que daba al pequeño porche que precedía al jardín.
- ¡Es un gato!- exclamó. Negro como un tizón.
- Déjale entrar. Esta diluviando.
- A mi abuela no le gustan los gatos. Dice que dan mal fario.
- Supercherías - exclamó Suso-. Deja entrar al minino antes de que palme.
Un minuto después, un gato negro y tembloroso cruzaba el salón en dirección al fuego y comenzaba a acicalarse.
- Pobre animal - se compadeció Josema-. Tendríamos que escurrirlo. Venga, que siga el juego.
 (Continuará).

lunes, 2 de noviembre de 2015

Morir al amanecer



Escribí este corto relato en el año 2011, cuando mi sencillo jardín de Jazmines abandonados aún no era muy conocido ni muy visitado. He recuperado este texto para vosotros, todos mis nuevos amigos. 

Sin piedad. No puedo ahora tener compasión. La observo con extrema repugnancia. Está en la bañera, complacida de sí misma, reflejada en la porcelana blanca. Pero esta vez no estoy dispuesta a consentirlo... Se que la violencia es siempre una tentación fácil, pero, hasta ahora, para mí no lo había sido. Sin embargo, debe ser cierto que todo llega en esta vida, hasta el reencuentro con nuestro lado más oscuro.
No me van a temblar las manos. La ahogaré lentamente y no sentiré nada viéndola morir. Y eso que siempre he detestado la tortura y la crueldad gratuita ¿gratuita? ¿Es que alguien pagaría por ser humillado? Mejor no me lo pregunto. 
Después de todo, el fin justifica los putos medios. Todavía no ha amanecido pero el sueño ya ha quedado atrás como un murmullo apenas audible. Las sombras abrazan la ciudad en una noche que teme ceder un minuto a la luz del día. Mejor que mejor. Así nadie sabrá de mi fechoría.
Soy débil. Para mi desgracia, fui educada en la tolerancia, la misericordia y el respeto, y ahora, en este preciso momento, esa espartana disciplina acaba siendo un lastre que me arrastra hacia negras y gélidas aguas donde la venganza y la ira son imposibles.
Lo repito para convencerme a mí misma. La ahogaré lentamente y tiraré sobre su rosada cabeza amoniaco y gel de lavanda. No siento piedad. Tampoco tuvieron piedad conmigo en su momento. Abro el grifo y dejo que el agua ardiente resbale sobre su cuerpo. La veo patalear, desesperada. Su impotencia aumenta mi ira. Pero no he sido nunca cruel y es posible que sea tarde para empezar. Quiero que su agonía sea corta. Abro más el grifo hasta que queda inmóvil, flotando en el agua, entre la espuma. Mientras observo su cadáver, el amanecer me sorprende a través del pequeño ventanuco.
Ahora sólo me pregunto dónde habrá puesto sus huevos esta maldita cucaracha.